Oigo o leo las opiniones y escritos de ciertos movimientos seglares, de algunas personalidades eclesiásticas y de comentaristas tenidos como “de los nuestros”, y me alarmo. Censuran o tratan al capitalismo o al liberalismo como si fueran enemigos de la Iglesia, y en mi opinión, es un error, porque distorsionan la verdad de los hechos.
Capitalismo y liberalismo, aunque en ciertos aspectos se mezclan y puedan tener un origen común, son, sin embargo, dos fenómenos distintos. Uno, el capitalismo, es de carácter económico, y el liberalismo es una ideología político-social, en nuestro tiempo muy alejada de lo que fue en el siglo XIX. Me ocuparé de ambos por separado. Hoy me referiré únicamente al capitalismo.
Capitalismo es el sistema económico según el cual el inversor, que a veces toma la iniciativa y siempre aporta el capital para que la empresa productiva funcione, es quien detenta la propiedad y dirige su actividad, directa o indirectamente, quedándose con sus beneficios, después de abonar los salarios de sus operarios y pagar los impuestos a que haya lugar.
Capital ha existido siempre, desde los orígenes de la humanidad. Cuando los hombres primitivos fabricaban hachas de piedra o cerbatanas para cazar estaban creando capital. Capital es, en último término, riqueza producida y no consumida, o sea, ahorrada. La cuestión moral que como cristianos se nos plantea es a quién debe pertenecer ese capital o riqueza. A mi modo de ver, no ofrece ninguna duda: a quien la ha originado o ahorrado y la arriesga promocionando nuevas actividades o ampliando las ya existentes. O sea, que si no hubiese promotores o emprendedores, como se dice ahora, no se crearía riqueza y los humanos andaríamos todavía en taparrabos.
Bien es cierto que todo progreso tiene las dos caras de Jano, es ambiguo. Los grandes progresos de la ciencia médica, por ejemplo, alargan la vida de los seres humanos, pero ello trae consigo problemas antes inexistentes: mayor gasto en pensiones, envejecimiento de la sociedad, etc.
El capitalismo puede adquirir formas muy diversas. Puede ser de carácter privado, personal, propio de las sociedades libres, llamadas impropiamente capitalistas (en lugar de personalistas, como son en realidad); puede ser en parte de propiedad estatal, común a los regímenes intervencionistas, donde lo público tiende a la invasión de toda actividad, tanto burocrática como productiva, nido de parásitos sindicaleros y legiones de funcionarios; puede ser totalmente estatal, según el modelo soviético; puede adquirir formas cooperativas, de aplicación limitada, etc.
Los juicios condenatorios del capitalismo de mis queridos hermanos en la fe se refieren únicamente al capitalismo de uso corriente en el mundo occidental, hoy en plena expansión planetaria, y por tanto se trata de juicios extemporáneos, y en alguna medida injustos, desprovistos de realismo. Ese capitalismo libre, hijo del libre mercado, es el autor de los grandes bienes y servicios que ahora disfruta la Humanidad. Ahora bien, igual que todos los medicamentos que mejoran nuestra salud, puede tener efectos indeseados, pero no debemos confundir la parte con el todo. En el capitalismo, es decir, en las sociedades libres, pueden aparecer situaciones y personajes perversos, como los monopolios de hecho o de derecho, o especuladores a la manera de Soros, pero ello no significa que el capitalismo libre, en su conjunto, sea condenable.
No nos equivoquemos, por tanto, de enemigo. Errar en el diagnóstico de los fenómenos humanos nos hace perder credibilidad, aceptación social, y no andamos tan sobrados de estima pública para perderla con juicios contaminados de verborrea marxista. Del mismo modo que un médico se desacredita si yerra en la percepción de las enfermedades de sus pacientes, nosotros también perdemos crédito si decimos tonterías demagógicas sin ninguna base real.