Somos prisioneros del tiempo, y nos guste o no, es una realidad de la que no podemos escapar. Estamos tan inmersos en el tiempo, que hasta lo más contrario al tiempo, la eternidad, la pensamos como una sucesión muy larga de instantes de tiempo, tan larga que no tiene fin. Antes o después, la inmensa mayoría de nosotros llegaremos a esa etapa final de la vida, la vejez, la ancianidad. Una etapa que quizás tememos, pero que está ahí, cada vez más cerca.
La esperanza de vida en España alcanza los 82,3 años (79 los hombres y 85,3 las mujeres). Desde el final de lo que nos venden como “vida útil y productiva”, los 65 o 67 años, la edad habitual de jubilación, tenemos 15 o 20 años por delante. Casi los mismos años que tarda el niño en crecer, formarse y estar inmerso en su carrera universitaria.
El año pasado, por estas fechas, la Pontificia Academia por la Vida publicó un hermoso documento sobre este tema, La vejez: nuestro futuro. Los grandes pensadores de la vida y los temas médicos dirigieron sus reflexiones sobre esta etapa de la vida, hermosa y cada vez más larga, que nos trae muchas enseñanzas. Además, en este tiempo de pandemia, ha sido la más golpeada, tanto en fallecimientos como en aumento de soledad.
Me gusta más la palabra que suelen usar en hispanoamericanos para llamar a quienes están en esta etapa de su vida: los “mayores”, o sea, lo más grandes, los que nos pueden aportar mayor sabiduría, mayor riqueza, mayor humanidad. Mayor, como saben bien los lingüistas, es el comparativo de grande, es “más que grande”.
Los “mayores” nos enseñan que todo hombre es frágil, dependiente, necesitado de quienes le rodean, pero no por eso menos valioso. El Papa Francisco ha puesto muchas veces su atención en los débiles y frágiles, aquellos a los que el mundo descarta, descarta al inicio de la vida o en sus últimos momentos.
Este documento pone el énfasis en la interdependencia generacional. Todas las generaciones, de niños, jóvenes, adultos o mayores, nos necesitamos mutuamente, nos ayudamos a crecer como sociedad. En un mundo donde prima la “autonomía”, donde parece que esta palabra talismán nos trae el mayor signo de progreso, la realidad nos muestra lo contrario. El mundo real, me enseñó un sabio profesor de filosofía, es muy tozudo. Y aunque queramos engañarnos, la realidad enciende sus luces, una y otra vez. Muchas veces queremos tapar esa luz con el dedo de nuestra autonomía, pero cada vez se encienden más lucecitas, y pronto nos faltan dedos para tapar la luz tozuda de la realidad.
Aunque el mundo actual adora y alaba la autonomía, la independencia y poderío de mi propio yo, el ser humano se nos muestra cada vez más como un ser dependiente, interdependiente. En esa dependencia, gracias a esa interdependencia, crecemos como sociedad. Benedicto XVI, ese joven anciano que sigue desgastándose por la Iglesia, invitaba a los jóvenes a acercarse a los ancianos, a escucharles, a aprender de ellos. Los largos años vividos han ido, poco a poco, redimensionando la importancia de los bienes materiales y de las profundas amistades y satisfacciones. Con el tiempo, los primeros disminuyen y los segundos crecen y se agrandan.
Cartel de Dignidad de por Vida en favor de los cuidados paliativos.
La Pontificia Academia por la Vida, y Dios a través de estas personas, nos invitan a recuperar el concepto clave del cuidado. Enseñar a cuidar, aprender a cuidar. No es casualidad que el gran olvidado de la reciente Ley de Eutanasia sea la especialidad de “cuidados paliativos”. Cuidar al anciano, como él antes cuidó a sus hijos, a su familia, a su mujer. Y cuidar al cuidador, en ocasiones también ya avanzado en años.
Descartar a los ancianos, queramos o no, lo pensemos o no, es robar esperanza a los jóvenes. El anciano sabe mirar más lejos, más alto, más profundo, y cuánto necesitamos esa profunda mirada para no encerrarnos en las dificultades y vivencias de cada día.
“Ellos nos han cuidado desde el inicio; cuidémosles hasta el final”.