La santidad no es un monopolio de religiosas y sacerdotes del pasado ni tampoco una medieval tendencia de vida. Es actual, tan actual como que hombres y mujeres de nuestros días nos siguen dando un gran ejemplo de virtud, de entrega y de fe hecha obras.
 
Además de los consagrados, ha habido y siguen habiendo laicos de todas las edades que se han santificado sin ir al convento. ¿Cómo? En la aceptación amorosa de la enfermedad, en el trabajo diario por el reino de los cielos, en el supremo holocausto de la propia vida por amor a Dios o en la confesión gozosa de la propia fe, aun en medio de las adversidades que esto supuso.
 
Franz Jägerstätter tuvo que elegir entre Hitler y Cristo. Eligió a Cristo y fue asesinado.  Nacido en Radegung, Austria, el 20 de mayo de 1907, fue un gran hombre de fe que la supo inculcar también a sus tres hijas y que le sirvió de principio vital para su matrimonio.
 
Franz había leído la encíclica de Pío XI que condenaba el nazismo (Mit Brenneder Sorge), por eso, cuando en 1943 fue obligado a formar parte del régimen de Hitler, Jägerstätter tenía la convicción de que no podía ser parte de una guerra injusta. En el Evangelio encontró la fuerza para decir «no puedo» y ser fiel a su conciencia.
 
Encarcelado en Berlín en marzo de 1943, fue posteriormente procesado por insumisión y condenado a muerte por un tribunal militar el 6 de julio de ese mismo año. Desde la cárcel escribía a su esposa: «Doy gracias a nuestro Salvador porque he podido sufrir por Él. Confío en su infinita misericordia. Espero que me haya perdonado todo y que no me abandone en mi última hora… Cumplid los mandamientos y, con la gracia de Dios, pronto nos volveremos a ver en el cielo». Fue beatificado el 26 de octubre de 2007.
 
Ahora fijémonos en el caso de una madre, en el de una mujer donde queda claro que la santidad no conoce edades. María Teresa Ferragud Roig padeció el martirio a los 83 años de edad. ¿El motivo? Quiso acompañar a sus cuatro hijas religiosas (3 clarisas capuchinas y una agustina descalza), para alentarlas a no declinar en su fe y más bien a confesarla con decisión.
 
Las hijas de María Teresa fueron capturadas el 25 de octubre de 1936 por milicianos republicanos durante la persecución religiosa en España. Ese mismo día fueron asesinadas las hijas y la madre, sin haber renegado de su fe. Juan Pablo II las beatificó en 2001.
 
Numerosos testimonios de jóvenes nos dejan ver lo atractiva que puede resultar la santidad para tantos otros jóvenes de hoy.
 
«Dios es lo más importante en mi vida, mi amor. La vida es genial, pero más corta de lo que pensamos». Esta fue una de las frases que Marta Obregón escribió desde Taizé, el verano de 1990, a una amiga. Dos años más tarde, Marta experimentaría esa brevedad de la vida a la que hacía alusión en su carta.
 
Sucedió en Burgos. Era la noche del 21 de enero de 1992. Marta se dirigía a su casa pero fue interceptada por un violador, Pedro Luis Gallego, quien forzándola la llevó en su coche fuera de la ciudad e intentó violarla. Marta luchó por preservar su virginidad y evitó ser ultrajada. ¿Consecuencias? 14 puñaladas en el pecho. Un martirio que le valió mantenerse pura y llegar así al cielo.
 
Marta Obregón Rodríguez nació el 1 de marzo de 1969 en La Coruña, España, y desde joven se vinculó al Camino Neocatecumenal. Estudió periodismo en la
Universidad Complutense de Madrid. De ella dijo el que fue su novio, Francisco Javier Hernando: «Marta atraía como un imán. Entraba en un sitio y hacía relaciones al instante. Triunfaba donde pisaba. Todo el mundo quería estar con ella, hablar con ella, saber de ella». Hoy por hoy, el arzobispado de Burgos promueve las primeras fases para la causa de canonización de Marta.
 
Otra historia real es la de Chiara «Luce» Badano, quien falleció a los 18 años. Excelente deportista de tenis, natación y montaña, ingresó a los nueve años en el Movimiento de los Focolares, donde conoció a la fundadora Chiara Lubich, quien le dio el sobrenombre de «Luce». A los 16 años se consagró como focolar.
 
Había nacido en el seno de una familia piadosa italiana, el 29 de octubre de 1971. Sus padres, camionero y obrera, respectivamente, esperaron once años a Chiara, que fue su primera hija: «En medio de una gran alegría, comprendimos enseguida que no era sólo nuestra hija sino que antes todo era hija de Dios», señaló la mamá en una biografía.
 
Poco tiempo después vino la enfermedad: un tumor en el hombro, de los más dolorosos. Durante ese periodo sostuvo a muchas personas que estaban tristes por la situación que padecía. Se podía decir que vivía en un estado permanente de sobrenatural fortaleza, virtud que le llevaba a decir: «No le pido a Jesús que venga a buscarme para llevarme al paraíso; no quisiera darle la impresión de que no quiero sufrir más».
 
«Si tuviera que elegir entre caminar o ir al paraíso, elegiría esta última posibilidad», dijo a sus padres cuando quedó inválida de sus piernas a causa del cáncer. Y cuando en julio de 1989 sufrió una dura hemorragia consolaba así a sus papás: «No derramen lágrimas por mí. Yo voy donde Jesús. En mi funeral no quiero gente que llore, sino que cante fuerte». Y tal era su alegría por encontrarse con Jesucristo que llamaba «fiesta de bodas» a su funeral. Y en ese contexto festivo preparó las flores, la música, el féretro… mientras recordaba a su madre que cuando preparasen su cuerpo debería repetirse: «Ahora Chiara ve a Jesús».
 
«Ciao. Sé feliz porque yo lo soy», fueron las últimas palabras que regaló a su madre. Era el 7 de octubre de 1990. Más de dos mil personas asistieron a su funeral. Nueve años más tarde, el obispo de Acqui inicio el proceso de beatificación.
 
Ciertamente los testimonios de santidad no se circunscriben únicamente a jóvenes mujeres.
 
Ismael Molinero, mejor conocido como Ismael de Tomelloso, fue testigo del asesinato de su director espiritual y de la quema de iglesias e imágenes durante la persecución religiosa de 19331936 en España. Conocido por su buen carácter, por ser un joven simpático, abierto y sincero, ingresó en la Acción Católica de Tomelloso, de la que fue tesorero.
 
Reclutado por el bando republicano, fue obligado a participar en la guerra civil. Pero dejó el fusil después de una batalla en Teruel y se aferró a la medalla milagrosa. Fue detenido por el bando contrario y recluido en un campo de concentración donde contrajo una pulmonía. En el hospital entabló amistad con el capellán, pero jamás reveló su pertenencia a la Acción Católica para que no le dieran privilegios. «No quiero nada con el mundo. Soy de Dios y para Dios; si muero seré totalmente de Dios en el cielo, y si no muero, ¡quiero ser sacerdote! ¡Hacen falta santos!», diría desde su lecho de enfermo.
 
Ismael moriría el 5 de mayo de 1938 cuando apenas contaba 21 años de edad. En 2008, el obispo de Ciudad Real abrió la fase diocesana del proceso de beatificación.
 
De los niños es el reino de los cielos
Quizá la vida de tantos niños que se han santificado en la inocencia de su mocedad sea de las menos conocidas. Sin embargo, tantos testimonios no dejan de ser luminosos y aleccionadores.
 
«Todos los días el capellán me traía la Comunión que tanto me conforta. […] Aunque no lo creáis, Dios da las fuerzas necesarias y todavía te dan ganas de reír un poquito». Son palabras que dirigió a sus compañeras de clase, desde el hospital, Alexia González-Barros.
 
Nacida el 7 de marzo de 1971, poco antes de cumplir 14, le diagnosticaron un tumor en las cervicales que la dejó paralítica. Finalmente, el 15 de diciembre de 1985 fallecía en Navarra. Ocho años después, en abril de 1993, iniciaba la causa de canonización en Madrid. ¿Qué tenía esta jovencita que fue y sigue siendo un modelo de vida cristiana para hombres y mujeres de España y de tantos otros países donde se le tiene una pía devoción?
 
Durante el tiempo que estuvo internada por su enfermedad, muchos admiraron su entereza que nacía de un profundo amor a Cristo; amor que le daba la fuerza para vivir con fe e irradiarla. Su testimonio ayudó a muchas personas quienes, tras su muerte, fueron extendiendo la fama de santidad de Alexia.
 
Otra niña, aunque esta italiana y más pequeña en edad, también motiva con su ejemplo. Se llama  Antonietta Meo, Nennolina, y murió de cáncer en los huesos a los seis años y medio de edad. El Papa Benedicto XVI la declaró venerable en 2008.
 
Nacida en Roma el 15 de diciembre de 1930, en el seno de una familia profundamente cristiana, cultivó  una especial unión con Cristo y la virgen María a quien llamaba cariñosamente «mammina». De hecho, Nennolina dejó un rico legado de cartas dirigidas a Jesús y a su Madre con un lenguaje sencillo, pero profundo, de calada riqueza espiritual. Así, en algunas de sus cartas dice, por ejemplo: «Jesús, dame la gracia de morir antes de cometer un pecado mortal». Y las últimas las firmó siempre «Antonietta y Jesús». Por su fe profunda fue inscrita, a los 4 años, en la Acción Católica.
 
Cuando en 1936 le amputaron una pierna, la mamá de Nennolina le dijo: «Hija, tú dijiste que si Jesús quería tu mano, tú se la darías. Ahora te ha pedido que le des tu pierna», a lo que ella respondió: «Le he dado mi pierna a Jesús».
 
¿Su testimonio mayor? Una enfermedad vivida en la fe, ofreciendo sus padecimientos a Dios por la conversión de los pecadores, que la llevó a la muerte el 3 de julio 1937. «Todos sus dolores los ofrecía. Hasta el punto de que, cuando se cumplió un año de la amputación, ella lo celebró muy contenta, porque era un año de ofrecimiento a Jesús», declaró Margarita, hermana de Nennolina, a la agencia Zenit (cf. 23.02.2009). En su última carta antes de morir escribió a Jesús con estas palabras: «Yo te doy las gracias porque tú me has mandado esta enfermedad, pues es un medio para llegar al paraíso».
 
Otro caso de vida es el de María del Pilar Cimadevilla López Dóriga, Pilina, una niña madrileña quien también ofreció su enfermedad y oraciones, aunque ella concretamente por las misiones. Por ese motivo se le conoce como la «niña misionera» y su causa de beatificación ya esta incoada.
 
¿Y sólo niñas? No, también hay varoncitos valientes e incluso prestos al martirio por causa de su fe.
 
«¡Mi general, aquí está mi caballo: sálvese usted, aunque a mí me maten! Yo no hago falta, y usted sí». Fueron las palabras de José Luis Sánchez a un general mexicano que luchó contra la persecución cristiana en México.
 
Con apenas 13 años, José Luis se enroló en las filas del ejército cristero. Capturado por las fuerzas del gobierno persecutor, le cortaron las plantas de los pies y lo obligaron a caminar por las calles de su pueblo, Sahuayo, hasta el cementerio. Ahí le dieron la oportunidad de continuar viviendo si renegaba de su fe. ¿La respuesta? «¡Viva Cristo Rey!».  Y murió mártir. Fue beatificado el 20 de noviembre de 2005.
 
Las historias de estos héroes de carne y hueso podrían seguir. Sus vidas, que hoy son un patrimonio de la Iglesia abierto al mundo, llevan nuestros ojos a Dios y nos estimulan a imitar las virtudes. La santidad es contagiosa y los santos ayudan a generar más santos; animan a seguir, en definitiva, las huellas de Cristo porque ellos nos hacen más creíble la Palabra de Dios y el Evangelio.