Sólo los memos pueden tragarse que el burkini sea un signo del “sometimiento de la mujer”, mientras en el pudridero europeo se puede comerciar libremente con pornografía que muestra las más brutales sevicias perpetradas contra mujeres. Sólo los memos pueden tragarse que el burkini constituya una amenaza para nuestra “forma de vida”, mientras el pudridero europeo (con España al frente) vende a Arabia Saudita ingentes cantidades de armas que sirven para armar a los orcos del Isis; o permite que el wahabismo se extienda por territorio europeo desde mezquitas y madrasas financiadas por la misma Arabia Saudita. El burkini, que tanto ha escandalizado a nuestros progres y neocones de guardia, no es sino un espantajo utilizado para provocar reacciones paulovianas entre las masas cretinizadas.

Para convertir a los pueblos en masa cretinizada es preciso atemorizarlos con espantajos que los distraigan del verdadero mal que los corroe. Estos espantajos pueden, incluso, constituir un mal en sí mismos; pero son siempre males subalternos o consecuentes del verdadero mal. Así ocurrió con el comunismo, que se enarboló en el Occidente capitalista como espantajo para permitir que el mundialismo pudiera tan tranquilo reducir a escombros la civilización cristiana. Pero el comunismo fue en parte derrotado (como ocurrió tras el Telón de Acero) y en parte integrado en los planes del mundialismo (como ocurre en China). De modo que el papel que antaño representaba el comunismo lo representa ahora un Islam cuya mala índole no entraremos a discutir aquí; pero que, en cualquier caso, sólo resulta un mal temible porque el único bien que podría repelerlo ha sido antes reducido a escombros.

Una civilización es un conjunto de creencias y tradiciones compartidas que conforman una comunidad. De ahí que todas las civilizaciones hayan sido fundadas por religiones; y de ahí también que, cuando las religiones que las fundaron se debilitan, las civilizaciones se desintegren y sean conquistadas por otra civilización cuya religión se mantiene vigorosa y pujante. Esta es una ley biológica infalible que recorre el esqueleto de la Historia. La soberbia occidental quiso, sin embargo, crear una grotesca civilización sin religión: para ello, en una primera etapa favoreció un supermercado de las religiones que hiciese añicos a la comunidad que compartía creencias y tradiciones; posteriormente, radicalizó todas las tendencias disolventes que se habían creado en esas comunidades rotas, para entonces convertidas en sociedades hormiguero (¡en mercado libre!) que expulsaron la religión de la vida pública, para luego expulsarla también de la familia, último núcleo comunitario de resistencia, y finalmente lanzarse a la fisión del átomo: la propia persona, la propia naturaleza humana.

Resulta, en verdad, paradójico (y estremecedor) que mientras progres y neocones mantienen distraídas a las masas con espantajos como el burkini, se esté perpetrando en Occidente una aniquilación última del hombre, al que después de empujarlo a todas las degeneraciones se le quiere animar a cambiar de sexo desde la más tierna infancia. Pero, mientras los progres exultan ante esta última “conquista”, los neocones encargados de amuermar a los católicos zombis (como antes de agitarlos contra las leyes mucho menos lesivas de Zapatero) callan como profesionales del amor mercenario. Como nos recordaba Will Durant, “una gran civilización no es conquistada desde fuera hasta que no se ha destruido a sí misma desde dentro”. Y quienes han destruido la nuestra no visten burkini.

Publicado en ABC el 10 de septiembre de 2016.
Pincha aquí para leer otro artículo de Juan Manuel de Prada sobre la polémica del burkini.