Una sociedad que ha desterrado de su horizonte el sentido del pecado, difícilmente comprenderá el mensaje de las tres parábolas de la misericordia de san Lucas que leemos en el evangelio de hoy. El hombre de hoy es más sensible a los problemas materiales que a los del alma. Nos conmueven las pobrezas, miserias y carencias físicas, pero ¿y las del alma? ¿Nos mueve a compasión el pecado de los demás? ¿Nos preocupa el nuestro? ¿O nos hemos acostumbrado al pecado como algo inevitable, normal, y carente de importancia? Nos parecemos a aquellos personajes del evangelio que llevaron un paralítico a Jesús para que lo curara; cuando lo tuvo delante, Jesús le dijo: tus pecados quedan perdonados. Y aquellas gentes, escandalizadas, pensaron que Jesús blasfemaba, que sólo pedían la salud corporal. También hoy nos parece que lo urgente es lo material, lo que nos permite vivir bien, la salud, el bienestar. ¿Y el alma? ¿Tiene alguna importancia el pecado? ¿Pasa algo porque el hombre viva de espaldas a Dios?
En las parábolas de la misericordia —la oveja perdida, la dracma perdida, el hijo pródigo—, Jesús habla de la alegría de la salvación, de la necesidad de que un pecador sea perdonado. Jesús subraya la importancia que tiene un hombre ante Dios, que hace todo lo posible por buscarlo y manifestarle su perdón. Mirada humanamente, la actitud del pastor que, por buscar una oveja perdida, deja las noventa y nueve en el campo, a expensas de lo que pueda sucederles, es poco inteligente. Puede venir el lobo o los ladrones, y quedarse sin el rebaño. Dios piensa en el hombre, en cada hombre. Cada individuo es único para él, y tiene valor infinito. Por eso, lo busca, lo atrae hacia sí, lo regenera y lo salva. Y el cielo se colma de alegría por un pecador que se convierte.
La actitud de la mujer que pierde una moneda y limpia toda la casa para buscarla resulta exagerada si olvidamos que sólo tiene diez. Posiblemente Jesús se refiere a las monedas de la dote de bodas, que las mujeres lucían como adorno sobre la frente. Eran el último recurso para la vida, si venían días de necesidad. Una de diez era una décima parte de sus recursos. Se entiende pues el afán por encontrarla. Y, cuando la encuentra, llama a sus amigas para comunicarles su alegría: «Felicitadme, he encontrado la moneda que se me había perdido».
Que un hombre se pierda espiritualmente es una tragedia inmensa, que sólo captan los que, como Cristo, han luchado contra el pecado como el peor mal que puede sucedernos. Por eso, cuando nos acostumbramos al pecado, al personal o al ajeno, es que hemos perdido el sentido mismo de la existencia. Hacemos las paces con el mal. Así de claro. Renunciamos al bien como aspiración y meta del hombre. Y al renunciar al bien, en sentido pleno y absoluto, abrimos las puertas a tantos otros males que afligen al hombre y lo reducen a esclavitud. Sólo así se comprende que Cristo haya querido entregar su vida por los pecados de los hombres, o, dicho de otra manera, para salvar al hombre de sí mismo y de su tendencia a la muerte total. Las páginas más bellas del evangelio, además de las que leemos hoy, son aquellas en las que Cristo salva a alguien de su pecado y le reconcilia con Dios. Son páginas que revelan la alegría de la salvación, cuando, alguien que estaba perdido, es hallado. Por eso, a un cristiano, el pecado no puede dejarlo indiferente, como no nos deja indiferente que alguien a quien amamos pueda caer en un abismo, perder la vida. Al final de la parábola del hijo pródigo, el padre se lo dice claramente al hijo mayor, que no entendía la alegría de la fiesta: «Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido».