Tarde de viernes, día entero de sábado: todo es silencio.Todo se ha llenado del silencio de su muerte. Los discípulos, desconcertados, huidos y desalentados. La muerte de Cristo había penetrado profundamente en sus corazones. Jerusalén entera, envuelta y conmovida por esta muerte, la comenta en voz baja. Todo indicaba que lo de Jesús el Nazareno se iba a quedar en la cruz, en la muerte. Todo parecía ya acabado. Y si aún era poco, el sepulcro, la losa. Tuvieron que enterrarlo deprisa. Sin tiempo para ungir su cuerpo de aromas. Lo justo para envolverlo en el sudario y sellar la tumba con una piedra enorme y pesada. Se acercaba el gran descanso del sábado.
Pasó, por fin, el sábado. Ya pueden ir a embalsamar aquel cuerpo yerto y destrozado. Muy de mañana, al alba, se levantan las mujeres y se ponen en camino. Van pensando quién podría quitar la piedra de la entrada: la piedra límite de la vida, señal de la muerte, la que cierra la carrera vital de los mortales, la que separa al Muerto de los vivos; aquella piedra pesada y dura, como todas las losas sepulcrales, testigo mudo de la muerte del Hombre, del Hijo del Hombre. ¿Quién, en efecto, podrá quitar esa losa de la muerte que se cierne sobre todo hombre, también -¡cómo no!- sobre el Hijo del hombre? ¿Quién será capaz de remover ese peso tan tremendo de la muerte de los seres que se aman? ¿Quién podrá apartar esa losa que aplasta los corazones afligidos y desolados?
En esos pensamientos y con esas preocupaciones, reflejo simbólico, por lo demás, de los pensamientos y preocupaciones de todo hombre ante la muerte, se encaminan las tres Marías hacia la tumba. Al llegar a aquel lugar «vieron que la piedra estaba corrida, y eso que era muy grande», tan grande como correspondía a tal Muerto y a tal muerte. «Entraron en el sepulcro... Y se asustaron».
¿Quién no se asusta ante la muerte? ¿Quién no tiene miedo ante la desaparición de Aquel que se sigue buscando y a quien todavía se espera ver? ¿Quién no se cuartea y tiembla ante la ausencia y el arrebatamiento del que aún se espera encontrar? Buscan en vano a Jesús. No lo encontrarán en el sepulcro. «¿Buscáis, les dice un joven sentado a la derecha del sepulcro, a Jesús el Nazareno, el Crucificado? No está aquí. Ha resucitado». «No busquéis entre los muertos al que vive».
La misma losa del sepulcro se ha convertido ahora en testigo de la resurrección. La que parecía sellar, como último testigo, la muerte definitiva, ha sido removida para siempre. No ha podido retenerlo, ya no lo retiene ni lo retendrá jamás. «Ha resucitado, según lo había dicho». Los hombres no han logrado vencer a Jesús con la losa sepulcral, con el peso de la muerte. La muerte ya no tiene dominio sobre Él. Ha sido derrotada para siempre.
Este es el día en que actuó el Señor. La noche del mundo entero, la noche de todos los hombres, de todos los mortales, que ha quedado inundada con la claridad del que es la Luz, Cristo, que disipa toda sombra de muerte porque, triunfador, vive para siempre, ha resucitado. Luz gozosa de la que todos tomamos parte. Luz que penetra y llena hasta los últimos rincones del mundo y enciende el fuego de la esperanza. Aquí, en el Resucitado, se enciende nuestra fe de los cristianos y se alimenta sin cesar hasta el fin de los tiempos. Esta es la luz que puede llenar de claridad nuestro mundo oscuro por el pecado, por el egoísmo, por la injusticia, por la mentira, por la esclavitud y por la muerte: la luz de la fe que proclama: «Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras, fue sepultado y resucitó al tercer día según las Escrituras» (I Cor 15, 19).
Este es el Evangelio que la Iglesia recibe, transmite y mantiene fielmente a lo largo de los siglos; de ese Evangelio vive; en ese Evangelio se apoya; sobre él, sólo sobre él, se edifica la Iglesia con la solidez de la roca inquebrantable que nadie puede mover. Ese Evangelio, esa Roca es Cristo crucificado: «La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente. Este es el día en que actuó el Señor. ¡Sea nuestra alegría y nuestro gozo! (Salmo 117, 22-24). Los lazos crueles de la muerte con que se ha querido apresar para siempre al Autor de la Vida, Jesucristo, han sido rotos definitivamente, no han podido con Él. No busquemos, por eso, entre los muertos al que está vivo. «¡Ánimo!, yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33).
Al despuntar el alba, Cristo ha roto la tiranía de la muerte y ha revelado la potencia divina de la Vida. Él es nuestra esperanza. ¡Alleluia! ¡Alleluia! ¡Alleluia y alegría!, por la certeza de la resurrección, porque es verdad que Cristo ha resucitado y se ha aparecido a Pedro, y a las mujeres, y a los otros discípulos, miedosos, vacilantes, escépticos o cobardes. De esto somos testigos. Somos testigos con la Iglesia, alumbrada aquella noche, la noche, la única que fue testigo del momento. Pero Cristo no sólo nos ha revelado la victoria de la vida sobre la muerte, no sólo lo que en Él ha acaecido ha quedado en su persona, sino que nos ha asociado a su resurrección y con su resurrección nos ha traído la nueva vida: la del Resucitado, la que da vida eterna, la vida misma junto a Dios, victorioso sobre el pecado y la muerte, la vida del que es Amor y reina para siempre, la vida del Hijo de Dios que está sentado a la derecha del Padre. Y nos ha dado esta nueva vida. ¡Cristianos!: seamos testigos, en obras y palabras, de la resurrección, vivamos, en Cristo, la vida nueva: ahí está la renovación de la humanidad, ahí está su verdadera y genuina esperanza. Felices Pascuas.
Publicado en La Razón el 24 de abril de 2019.