Era principios de 2000 y todavía se palpaba en Madrid una cierta psicosis por la amenaza de ETA. A los medios seguían llegando paquetes bomba y se sospechaba que todavía había algún comando merodeando por la capital. Casi todos estábamos en una cierta alerta. Y en ésas, David Gistau se levantó una mañana malhumorado al comprobar que su ordenador se había fundido. Llamó a un taxi y bajó a la calle en pijama y bata, sin afeitar ni peinar, con cierta cara de haber dormido mal, y con su equipo entre las manos. Al taxista le dio una orden clara y concisa: “Vaya a La Razón lo más rápido que pueda y deje el ordenador en la recepción. Ellos están avisados”.

Pero el taxista, sin decir palabra, se fue directo a la Policía. “Creo que llevo una bomba en el coche… Sí, una bomba. Me la ha dado un tío que tiene que ser de ETA. Tiene unas pintas de abertzale... ¡Quiere volar La Razón!”

Saltaron todas las alarmas y fueron a por el pobre Gistau. Tras comprobar que al taxista se le había ido la pinza, volvió la normalidad. Pero David se rió un buen rato pensando que él, que venía de ser guionista de televisión y fue rescatado para el columnismo por Tomás Cuesta, jamás hubiera creado una secuencia tan del estilo de su admirado Bart Simpson.

David Gistau (1970-2020) falleció el 9 de febrero. Tenía cuatro hijos.

En otra ocasión, el director de La Razón, José Antonio Vera, lo mandó a Afganistán como corresponsal de guerra. Bueno, corresponsal y guerra eran dos conceptos que no encajaban mucho en el periodismo de David. Mientras que sus colegas acompañaban a los soldados en territorio hostil, él organizaba partidos de fútbol con tullidos y cojos por el efecto de las minas, y enviaba la crónica de ambiente mientas caían las bombas sobre Kabul. Los de Internacional no se lo podían creer. David era diferente… Tan diferente que si iba a cubrir un derbi Merengues-Colchoneros, él no se dirigía al palco, a codearse con lo más granado de cada casa y comer los canapés de Mallorca… No. David se sumergía en la grada de animación con lo más radical de cada equipo, para poder contar cómo vive el fútbol un aficionado de pata negra.

A diferencia del agnóstico Borges, que acudía al cementerio para honrar a su madre acompañado por Fanny, su criada de toda la vida, y miraba nervioso a derecha e izquierda para comprobar que no hubiera moros en la costa, y santiguarse y rezar un Padrenuestro a escondidas, a Gistau esas poses culturetas de corrección vital le traían al fresco. No tenía inconveniente en manifestar su deseo de tener mayor fe. De estar abierto a la trascendencia.

Una mañana de sábado me llamó un poco atribulado: “¿Dónde puedo conseguir las Confesiones de San Agustín?” Lo leyó de cabo a rabo y confesó: “Me gustaría tener amistad con algún cura con el que pueda hablar con tranquilidad sobre la vida y la muerte, sobre Dios y el fútbol, el espíritu y el sentido de nuestra vida”.

En otra ocasión comentó con cierto sarcasmo que un primo suyo, con cinco o seis hijos “uniformados con Loden de color verde”, les dijo: “Chicos, cuidado con David que tiene peligro”. Se reía, pero con cierto anhelo de poder construir una comunidad de amor, como la de su primo, que pudiera sanar la herida abierta por la muerte prematura de su padre.

En 2005 tuve la suerte de publicarle, en LibrosLibres, La España de Zetapé, y a partir de ahí le perdí la pista. Hace unos meses volví a topármelo en plena calle Goya. Iba con uno de sus hijos a clase de pintura. Llevaba un cartapacio enorme en un brazo.  "Tú serás merengue como tu padre, ¿verdad?", le dije al niño. “No, es colchonero”. "¿Colchonero? Pero, ¿qué ha pasado?" “Es que su padrino lo ha adoctrinado muy bien”. Lo decía con serenidad, con una aplastante serenidad y sin atisbo de acritud.

Es la última imagen que tengo de David: la de un padre llevando a su hijo a extraescolares. Quizás lo más auténticamente importante que hizo David en ese día…

Álex Rosal es director de Religión en Libertad.