Uno de los mayores errores que podemos cometer es creer que el santo matrimonio tiene algo que ver con la visión civil del “matrimonio”. Aparte el hecho de que la etiqueta “matrimonio”, cada vez más carente de significado, se aplique a ambas cosas, no podrían ser más distintos.
El santo matrimonio es un sacramento celestial, definido así en el Catecismo de la Iglesia Católica: “La alianza matrimonial por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, fue elevada por Cristo Nuestro Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados” (n. 1601).
El “matrimonio” civil, por el contrario, es un contrato legalmente vinculante entre dos personas, sea cual sea su sexo, que establece un consorcio por un periodo tan largo o corto como decidan las partes contratantes, que puede ser roto a capricho de cualquiera de las partes por cualquier razón y que por su naturaleza está ordenado a lo que las partes consideren mutua conveniencia, sin conexión alguna con la procreación y educación de la prole. No es un pacto entre personas bautizadas (el bautismo no tiene nada que ver con el contrato legal) y, categóricamente, no ha sido elevado por Cristo Nuestro Señor a la dignidad de un sacramento.
La diferencia entre ambas cosas es tan abismal, en el sentido del abismo que separa a una de la otra, que es un absoluto y total sinsentido atribuir la misma denominación a los dos. El santo matrimonio y el “matrimonio” civil tienen tanto en común como el amor a Cristo con el amor a la cocaína. Aparte el hecho de que la etiqueta “amor”, carente de significado, se le atribuya tanto al amor hasta el sacrificio de Sí mismo de Cristo por Su Iglesia como al “amor” hasta la indulgencia de sí mismo del adicto por la droga de su elección, no hay categóricamente nada en común entre los dos “amores”. Pues bien: como con el “amor”, con el “matrimonio”.
Lo anterior debería ser tan obvio que cualquier persona capaz de una lógica sencilla y con uso de razón comprendería el sinsentido de proponer que una cosa llamada “matrimonio” tenga algo en común con la otra cosa llamada “matrimonio”. De hecho, quienes tengan un sentido del humor saludable y santo deberían partirse de risa en un festival de delirantes carcajadas ante la sola sugerencia de que una pueda considerarse sinónimo de la otra.
El problema es que la Iglesia católica y otras iglesias cristianas continúan dando credibilidad al poder diabólico de la forma civil del “matrimonio” mediante su complicidad legal con el poder del Estado. En efecto, en la medida en que las iglesias cristianas permitan que el santo matrimonio sea “sancionado” por el diablo, esto es, aceptado por el estado como legítimo “matrimonio” en la visión estatal de la palabra, serán responsables de arrastrar el santo matrimonio hasta las alcantarillas al mismo tiempo que sacan de ellas al “matrimonio” civil. Peor aún, estarán dando al demonio el resquicio que necesita para introducir el “matrimonio” civil en las iglesias. Si las iglesias aceptan el derecho del César a otorgar legitimidad al matrimonio según las leyes del César, es solo cuestión de tiempo que el César exija a las iglesias presidir “matrimonios” civiles. No hace falta decir que tales “matrimonios” no serán el santo matrimonio, aunque sean celebrados en una iglesia, pero la complicidad de las iglesias en tal perversidad producirá caos y confusión entre los fieles.
¿Es preciso que recordemos a aquellos pasteleros cristianos de Portland (Oregón) que fueron multados con 135.000 dólares por negarse a participar en un “matrimonio” homosexual? ¿Tenemos que recordar que el Tribunal Supremo de Estados Unidos respaldó la multa de 7000 dólares impuesta a Jonathan y Elaine Huguenin por rechazar en conciencia hacer el reportaje fotográfico de un “matrimonio” entre personas del mismo sexo? ¿Hay que ser un profeta para ver que la misma forma de coerción e imposición legal se ejercerá sobre las iglesias cristianas si se niegan a aceptar la “legitimidad” del “matrimonio” civil?
La solución obvia para las iglesias ante este feo escenario es divorciarse lo antes posible del poder coactivo del Estado. Insistiendo en la separación entre la Iglesia y el Estado, las iglesias cristianas deberían dejar claro que quienes reciben el sacramento del santo matrimonio están casados para toda la vida a los ojos de Dios, pero que este santo matrimonio no es legalmente vinculante ante los tribunales civiles. Aquellos cristianos que deseen acogerse a los beneficios económicos que el estado ofrece a quienes firman sobre la línea de puntos de un contrato de “matrimonio” civil pueden hacerlo separadamente de su matrimonio en la iglesia. Serían necesarias dos ceremonias distintas. El santo matrimonio sería válido a los ojos de Dios, pero no tendría valor legal a los ojos del Estado. El “matrimonio” civil sería inválido a los ojos de Dios pero tendría pleno estatus legal a los ojos del Estado. El santo matrimonio se solemnizaría en la iglesia; el “matrimonio” civil se contraería donde desearan las partes contratantes: un bar deportivo, una playa, la habitación de un hotel en Las Vegas presidido por un doble de Elvis o cualquier otro lugar apropiado a la dignidad de la ocasión.
Todo lo necesario para este divorcio feliz entre Dios y el César es que los obispos de la Iglesia católica y los líderes de las otras iglesias hagan una declaración de independencia respecto al poder del Estado. Todo lo que hace falta es un pequeño acto de valiente liderazgo. Si quienes están investidos de autoridad no lo hacen, estarán condenándose a sí mismos, a su clero y a su pueblo al intento de un nido de víboras de envenenar el santuario de la Iglesia con el “orgullo” de su “matrimonio” civil. Les guste o no, los líderes de las iglesias están en la posición de San Jorge. Sólo ellos pueden guardar la pureza primigenia del santo matrimonio a salvo del enemigo de la inocencia. No hay retirada honorable. No hay lugar para el compromiso. Les guste o no, se encuentran en una posición en la cual la santidad exige el heroísmo. Es tiempo de atarse los machos y armarse de valor. Llegó el momento de enfrentarse al dragón.
Publicado en The Imaginative Conservative.
Traducción de Carmelo López-Arias.