Por ser la voz de Dios en el hombre, la conciencia es una instancia inviolable a la que ninguna instancia humana superior puede oponerse. Este principio es fundamental para la ética cristiana, siempre que sea bien entendido. La voz de la conciencia, ciertamente, no puede ser asumida en solitario, sin referencia alguna a instancias objetivas. Necesita confrontarse con las convicciones básicas y comunes en las que convergen las más nobles tradiciones morales de la humanidad.

Pero no basta con que los dictámenes de la conciencia se remitan a los resultados de la experiencia y a las pautas de conducta moral y religiosa consagrada por los mejores exponentes de la humanidad, si a la conciencia se le destituye de su último y absoluto fundamento, es decir, de la referencia a Dios, creador y árbitro supremo del actuar humano. Sólo el respeto a estas referencias garantizan la autenticidad de la conciencia del individuo.
 
Actualmente, el gran problema en torno a la moral es: ¿existe una verdad objetiva, sí o no? Ante esta pregunta hay una doble respuesta. Mientras unos, los creyentes, pensamos que por supuesto hay una verdad objetiva, que el bien y el mal son claramente diferentes, que existen una serie de valores eternos e inmutables, los otros, por el contrario, puesto que piensan que Dios no existe, defienden que no hay verdades objetivas, que todo es opinable y depende del punto de vista desde el que se mire, y que ni siquiera los valores esenciales, como la libertad, la vida, la justicia, el amor, la paz, son objetivos e inamovibles. Para éstos, los relativistas, no existen por tanto reglas generales universalmente válidas
 
Esta segunda respuesta, para los creyentes, es un error garrafal, porque no se puede confundir la conciencia con la subjetividad del hombre erigida en instancia última y en tribunal inapelable de la conducta moral. Como personas, nos vemos empeñados a través de Cristo con Dios y con los hombres y en este doble empeño nos vamos realizando. Es en relación con el prójimo donde encontramos a Dios, si bien Él nos amó primero (1 Jn 4,19-20) y es además su gracia la que nos hace posible amar.
 
En efecto,estamos hechos a imagen y semejanza de Dios (Gen 1,26), y siendo Él la generosidad absoluta según nos muestra el dogma de la Trinidad, nosotros nos realizaremos como personas solamente si logramos desarrollar nuestra generosidad y triunfar de nuestro egoísmo. Para ser plenamente personas necesitamos una profunda unión con Dios y con el prójimo, unión de la que han de brotar nuestras acciones personales.
 
"La conciencia hace posible asumir la responsabilidad de los actos realizados. Si el hombre comete el mal, el justo juicio de la conciencia puede ser en él el testigo de la verdad universal del bien, al mismo tiempo que de la malicia de su elección concreta. El veredicto del dictamen de conciencia constituye una garantía de esperanza y misericordia. Al hacer patente la falta cometida, recuerda el perdón que se ha de pedir, el bien que se ha de practicar todavía y la virtud que se ha de cultivar sin cesar con la gracia de Dios"(Catecismo de la Iglesia Católica nº 1781). Por supuesto que "hay que formar la conciencia y esclarecer el juicio moral. Una conciencia bien formada es recta y veraz" (CEC nº 1783). La educación de la conciencia es indispensable, porque garantiza la libertad y engendra la paz del corazón (cf, CEC 17831784).
 
La conciencia no es una simple aplicación mecánica de principios a las contingencias de la vida, sino que es un encontrar cada vez el modo con que el hombre responde a su cualidad de imagen de Dios realizándose a sí mismo.
 
Podemos describir la conciencia moral como la intuición que cada uno tiene de la bondad o malicia de las acciones propias, o, dicho de otro modo, es la dimensión valorativa que acompaña al hombre cuando éste se abre a Dios y al mundo de los valores morales.