Al comienzo todavía del nuevo año, a todos, fieles cristianos y ciudadanos en general, ofrezco unas reflexiones desde mi aportación personal a retos y necesidades que observo entre nosotros, en España, como obispo, como hombre de Iglesia.
En este sentido, comparto las palabras muy actuales, pronunciadas por aquel hombre de fe que fue primado de España en la sede de Toledo, lúcido, apasionado por la verdad, clarividente y libre, Don Marcelo González Martín: «Como obispo –dijo entonces y digo yo ahora–, vivo exclusivamente entregado a un quehacer religioso. Creo en la Iglesia católica y la amo. Y siento vivamente el deseo, nacido de mi convicción interna y de mi fe, de que la verdad de que es depositaria sea conocida y amada por el mayor número posible de gentes en el mundo entero. Como español e hijo de mi tiempo, contemplo la evolución política y social de nuestra patria, dado que la religión no es únicamente para vivirla en el interior de la conciencia, sino que por exigencia de su naturaleza ha de proyectarse sobre la ciudad terrestre» (conferencia en el Club Siglo XXI de Madrid).
Ofrezco lo que a mi leal entender, en comunión con el magisterio eclesial, el de los Papas y de mis hermanos obispos de la Conferencia Episcopal Española, la Iglesia puede aportar en esta hora. Este magisterio es el que estará, como cañamazo de fondo, en esta reflexión en voz alta. No son las palabras de un político o de un sociólogo, ni de un filósofo, ni economista o un hombre de cátedra o de los medios, ni las de un ingeniero social. Sólo como obispo y pastor, mis palabras son las de un hombre de fe que no quiere pasar de largo. De quien no tiene ningún poder, sino una riqueza única que es para todos: Jesucristo; y, como Juan y Pedro ante el paralítico, «lo que tengo te doy, en nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y anda».
Porque esto es, lo que necesita España: caminar, mirar al futuro con esperanza. Y la esperanza y el futuro que la Iglesia ofrece no es nada más que Jesucristo, Revelación, Verdad de Dios y del hombre, Luz, Camino y Vida, con cuya luz podría reemprender el proyecto común que nos identifica para la Iglesia, el que encuentra su base y más firme cimiento en Jesucristo. Así ha sido en nuestra historia: en las más complicadas encrucijadas, así como en sus mayores grandezas.
No voy a detenerme en análisis de situación o diagnóstico, ni en hechos susceptibles de legítimas y plurales interpretaciones, como los comicios electorales, avatares políticos, o las soluciones técnicas que corresponda aplicar para el bien común. Eso sí, no hablo en el vacío o en la abstracción, ni vivo de espaldas a la realidad. El momento que vivimos lo miro desde la fe, con esperanza, mirada que no es separable en modo alguno de la mirada de la razón. No miro tampoco a España como una realidad aislada. Debido a la globalización, a nuestra pertenencia a la Unión Europea y a otros fenómenos culturales y sociales, en gran parte participamos de lo mismo que está afectando a otros lugares, eso sí, con peculiaridades propias.
No puedo olvidar que cuando hablamos de la España de hoy, nos referimos a la España real, marcada, como no se puede negar, por la fe católica, «con todas las imperfecciones y fallos que se quieran, pero con una capacidad de encarnación en los individuos y en las familias, y un despliegue social tan variado y tan rico, que ha constituido la empresa cultural y ''política'' de España a lo largo de los siglos con más fuerza creadora a través de su historia» (Marcelo González). En la que, a pesar de la secularización imperante, no se puede negar su todavía persistente «idiosincrasia» católica, de la que aún queda mucho, «queda la realidad de una fe compartida por una gran parte del pueblo con más o menos imperfecciones; quedan una creencia y una piedad, como externas manifestaciones de esa fe, en el ámbito individual y familiar, a veces deterioradas, pero eficaces aún; queda una impregnación cultural católica, difusa en el ambiente, cuyos testimonios artísticos, literarios, políticos, religiosos, obligan a pensar en el pasado con respeto y a veces con instintiva adhesión; queda un sentido moral que se manifiesta en la práctica de muchos y en la repugnancia –todavía los más– a aceptar el amoralismo de tantos y tantos, cada vez más extendido; queda una Iglesia institucional (digo, una Iglesia viva y firme, en medio de los vientos adversos que la azotan desde dentro y desde fuera), una Iglesia que aún ejerce influencia en la conciencia y el comportamiento de muchos. De la España católica tal como la hemos entendido, en el pensamiento queda mucho, en los sentimientos aún más, en las costumbres menos» (Marcelo González).
Ciertamente, menos en las costumbres y en ciertos sectores y edades de nuestra sociedad, menos en el ámbito social y cultural, en el ambiente que respiramos impregnado de un agresivo secularismo y laicidad que ha nacido con unas notas o con unas características propias en las que no es necesario insistir.
Publicado en La Razón.