La doctrina de la Iglesia católica no deja lugar a dudas sobre la homosexualidad: "Los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados y no pueden recibir aprobación en ningún caso". Así mismo expresa que “quienes se encuentran en esta situación debe ser objeto de una atención pastoral para que no lleguen a creer que la consumación de relaciones homosexuales es algo moralmente aceptable”. La persecución del obispo de Alcalá de Henares, Reig Pla, pone una vez más de relieve que los modernos siempre fueron muy antiguos. El penoso arte de convertir la democracia en tierra de totalitarios ha colocado a los pies de los caballos la libertad religiosa de la que tanto se ufanan propios en la Iglesia y extraños fuera de ella. En el obispado no han hecho otra cosa que aplicar el Catecismo de la Iglesia Católica, donde queda muy claro que no se condena la tendencia homosexual pero si las prácticas. Recibir a los fieles que soliciten una orientación pertenece al estricto cumplimiento de su responsabilidad y al ejercicio de su acción pastoral. Como pastor, Reig Pla se debe a sus fieles y le amparan (por este orden) la Ley Divina, la Ley Natural y hasta la ley positiva de mayor rango, es así de sencillo. Tan sencillo como toda gran verdad.
No lo han entendido así la turbamulta del homosexualismo y sus abanderados rampantes, que, echados al monte, han puesto cerco al obispo. Las órdenes laicas de las que ya nos advertía Vázquez de Mella han ampliado sus legiones: ahora, a las habituales de los partidos políticos de siempre, se han unido asociaciones identitarias que con la inestimable colaboración de un puñado de nulidades políticas, siempre reptantes ante las ideologías en boga, se han apropiado del bien común, pisoteando el mismo derecho positivo. Son las órdenes laicas pioneras las que han dado pábulo y licencia para el oprobio a las nuevas, las mismas que canturrean el gran matrimonio nominal bendecido por la modernidad: “Libres e iguales”. Las mismas que conceden licencias jurídicas infames para el absolutismo identitario. Toda orden laica, por razón de su ser, en sintonía con la desobediencia a lo divino, busca escabrosidades en la Verdad y verdad en las escabrosidades. Lanzar infamias y soflamas torticeras contra Reig Pla ha sido el último canto escabroso de las órdenes laicas.
Podría parecer una práctica sin paralelo, pero nada más lejos de la realidad: en la democracia ateniense de la antigua Grecia, los ciudadanos podían perder su condición de tales. Una de las consecuencias que sufrían era la atimia (significa desprecio), que consistía en la privación total o parcial de los derechos cívicos. En la Atenas democrática, el mismísimo Sócrates fue condenado a elegir entre la pérdida de la ciudadanía más el exilio, o la ingesta de cicuta (el jarabe democrático de aquellos tiempos), todo ello por corromper a la juventud, similar acusación a la recibida por el obispo de Alcalá, que según sus perseguidores quería llevar a sus fieles por el mal camino de la heterosexualidad y de la cercanía a Dios. Poco han tardado las turbas identitarias en sitiar al obispo para confinarle su derecho a la libertad religiosa y retirarle de este modo la ciudadanía de facto. Tendrá que ir con cuidado monseñor Reig Pla si no quiere verse la próxima vez en la tesitura de ingerir cicuta democrática, porque los antiguos fueron muy modernos en su tiempo y los modernos siempre fueron muy antiguos. Ninguno de ellos ha reparado jamás que la Cruz es más dulce que la cicuta.