Cualquiera que haga un mínimo seguimiento de la actualidad sociopolítica en España, así como en buena parte del panorama internacional, habrá constatado que la crispación y el enfrentamiento dominan el escenario público de forma alarmante. Lo más sorprendente es que esto no parece que tenga su explicación en que los ideales de unos y otros difieran diametralmente. De hecho, el proceso de progresiva secularización de nuestra cultura ha conllevado que políticos de signos muy diversos, terminen asumiendo de facto una cosmovisión estandarizada. ¿Cómo se explica, entonces, el hecho incuestionable del ambiente de máxima convulsión en el que estamos inmersos?

Acaso pueda resultarnos de ayuda escrutar el pasaje bíblico de la torre de Babel, poniéndolo en comparación con lo que acontece en Pentecostés. En efecto, en el libro del Génesis, podemos leer: "Vamos a construir una ciudad y una torre que alcance el cielo, para hacernos un nombre, no sea que nos dispersemos por la superficie de la tierra" (Gn 11, 4).

Es decir, los constructores de la torre de Babel estaban movidos por un deseo de alcanzar fama, de obtener el poder; en definitiva, buscaban su propia gloria. Esta es la causa determinante de la división que se produce entre ellos; ya que los soberbios se repelen entre sí. No existe posibilidad de comunicación entre ellos. Como decimos popularmente: “Hablan idiomas distintos”. Cuando alguien hace de la búsqueda del poder su objetivo último, las enemistades están aseguradas. Máxime cuando todo parece valer para alcanzar el objetivo. Lo hemos comprobado con estupor en el ámbito político: la meta de alcanzar y mantenerse en el poder llega a justificar cualquier medio que pueda resultar efectivo.

Sin embargo, en Pentecostés ocurre lo contrario: En el Cenáculo estaban reunidos 120 seguidores de Jesús, según se recoge en Hch 1, 15; 2, 1-15; los cuales, al recibir el don del Espíritu Santo, se comunican con facilidad con el resto de los hombres, “hablando en todos los idiomas”. Y es que, el secreto de Pentecostés estriba en que el Espíritu de Dios infunde el deseo firme de buscar la gloria de Dios, por encima de la vanagloria, las rivalidades y las luchas por el poder. El bien común no solo se hace posible, sino que es lugar de encuentro gozoso entre quienes han acogido el Espíritu de Pentecostés.

Comentando este pasaje, dice Raniero Cantalamessa: “En Pentecostés los apóstoles proclaman, en cambio, las grandes obras de Dios. No piensan en hacerse un nombre, sino en hacérselo a Dios; no buscan su afirmación personal, sino la de Dios. Por ello todos les comprenden. Dios ha vuelto a estar en el centro; la voluntad de poder se ha sustituido con la voluntad de servicio, la ley del egoísmo con la del amor.”

Viendo nuestro panorama sociopolítico, creo firmemente que Pentecostés también es necesario en la vida pública. Solo así podremos alejarnos de la torre de Babel en la que estamos instalados. Para muestra, un botón: se acaban de celebrar las elecciones autonómicas en Cataluña y se extiende la sospecha entre los ciudadanos de que el gobierno que pueda conformarse no vaya a nacer del resultado de las urnas, sino del posterior “intercambio de cromos”, con el único objetivo de mantener las máximas cuotas de poder en otros ámbitos. De hecho, resulta significativo que los políticos interesados hayan decidido posponer la conformación del gobierno autonómico hasta después de que los electores hayan emitido su voto en las europeas. Y es que, Babel se caracteriza por la penumbra, mientras que Pentecostés se identifica con la luz.

Por ello, rezamos así en la Secuencia de Pentecostés: “Entra hasta el fondo del alma, divina luz y enriquécenos. Mira el vacío del hombre si Tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado cuando no envías tu aliento”.