Creo que si me preguntasen qué que  es lo más afortunado que me ha sucedido en la vida, supongo que contestaría: “Tener fe en Jesucristo”. Tener fe supone creer que Dios se ha hecho hombre para salvarme, que la vida humana tiene sentido y que ese sentido es el amar a Dios, al prójimo y a mí mismo (cf. Mt  22, 34-40). Además ello conlleva el que mi máxima aspiración, ser feliz siempre, es perfectamente realizable porque Dios nos tiene preparado un lugar en el cielo (cf. Jn 14,2). Hay por tanto una relación clara entre fe y alegría, como el Papa ha dicho varias veces en Cracovia y como cualquier testigo de cualquier JMJ ha podido verificar. La fe abre horizontes, contagia alegría, porque es tener a Dios que es Amor y Felicidad en mí mismo. Por eso, porque el evangelio es la Buena Noticia, no puedo guardármelo para mí, sino que tengo que llevarlo a los demás.
 
Amar a Dios y al prójimo son fácilmente entendibles. Pero ¿cómo distinguir el amor a mí mismo, que me manda Jesucristo, es decir, nos impone la obligación de querernos a nosotros, de buscar nuestro propio bien y realización personal, y es por tanto bueno, del egoísmo, que es ciertamente malo? ¿Y cómo explicarlo a los adolescentes, e incluso a los adultos? El camino es la apertura a los demás y el amor al prójimo.
 
El verdadero encuentro y amor conmigo mismo supone la autenticidad, es decir la coherencia entre mi sentir, pensar, hablar y actuar. Para ello debo tratar de conocerme a mí mismo, sabiendo ser sincero y confiando en mí, aceptando mi propia personalidad con sus dones y cualidades personales y sintiéndome contento de ser como soy, lo que no excluye que trate de mejorarme. El creer y confiar en mí mismo es muy importante. En otras palabras, tengo que ser amigo de mí mismo, si bien evitando el egoísmo y narcisismo.
 
El individuo, egoísta al procurar llamar la atención siempre sobre sí, al  creerse el centro del universo, al cerrarse en sí mismo, al intentar utilizar y manipular a los otros, no es que se ame demasiado, sino que en realidad se siente infeliz y ansiosamente preocupado por arrancar a la vida las satisfacciones que no logrará obtener por su incapacidad en desarrollar sus aspiraciones más íntimas, ya que al no creer en los demás le es imposible entrar en sus vidas con afecto y comprensión, por lo que fracasa en sus relaciones interpersonales y no logra resolver el problema afectivo de su soledad.
 
Resumiendo: hemos de superar el egoísmo para llegar al verdadero amor, porque el amor hacia mí mismo sólo obtiene justificación y fruto verdadero de madurez y riqueza humana en cuanto nos lleva a un amor más profundo hacia los demás. Además todos nosotros, pero especialmente los adolescentes y jóvenes, llevamos en nosotros el deseo de ser apreciados, respetados y queridos. Hay una fórmula para saber, con grandes probabilidades de acierto, lo que los demás opinan de mí: generalmente coincide con lo que yo pienso de ellos. Si estimo a los demás, yo también seré apreciado, si no les quiero o desprecio, también yo seré rechazado y despreciado. Nuestra felicidad, por tanto, pasa por buscar el bien y la felicidad de los demás, siendo necesario para quererse a sí mismo el amar a los demás.
 
Por tanto, la condición fundamental para lograr amar es la superación del propio egoísmo. En la orientación narcisista se experimenta como real sólo lo que existe en nuestro interior, mientras que las personas y los fenómenos del mundo exterior se consideran únicamente desde el punto de vista de su utilidad o peligro para uno mismo. El polo opuesto del narcisismo es el paso de la cerrazón individualista a la apertura a los demás,  es decir, a la capacidad de ver las cosas y sobre todo las personas tal como son, con racionalidad y amor. Lo que se pretende de los adolescentes es que maduren, es decir que desarrollen sus cualidades para que lleguen a ser personas capaces de amar, responsables de sus actos y solidarias con los demás.

l ser humano es una persona libre, dotado de conciencia responsable, capaz de conocer la verdad y saber qué es el bien, pero también de equivocarse y abusar de su libertad, lo que conduce al pecado. Nuestra conciencia, por tanto, necesita ser educada y formada. Hay que tener cuidado con no cegarnos pensando que las cosas son como deseamos que sean, sino que hay que buscar  la verdad. El amor es desde luego un poder activo del hombre; un poder que atraviesa las barreras que nos separan de los demás y que capacita para superar el sentimiento de aislamiento y separación.

En su sentido más general, puede describirse el amor afirmando que amar es fundamentalmente dar, aunque también estar dispuesto a que los demás te ayuden. Por tanto una castidad fundada en un cerrarse a los demás sería falsa, aparte de que el narcisismo suele conducir por su egoísmo a la masturbación.
 
Por ello, en la relación entre amor y sexualidad no debemos pensar que el amor es el resultado de la simple satisfacción sexual, sino que, por el contrario, la felicidad en sus diversas facetas, y desde luego también en el aspecto sexual, es el resultado del amor. La castidad es entender el amor como don de sí. Hechos clínicos obvios muestran que los hombres y mujeres que dedican su vida a la satisfacción sexual sin restricciones, no son felices, con frecuencia sufren graves trastornos psíquicos y suelen tener gran necesidad de ayuda psiquiátrica.

Consiguientemente, sólo podemos afirmar la presencia de un verdadero amor allí donde respetamos la dignidad del otro y encontramos unas relaciones interpersonales fuertes, hondas y vitales. Y no olvidemos que Jesús nos promete: “Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8).