La matanza perpetrada por un joven muniqués perturbado vuelve a llenar los noticieros de farfolla psicologista. La ciencia psiquiátrica ha descrito con profusión y prolijidad los “trastornos de la conducta”; en cambio, no ha logrado explicarnos su etiología. ¿A qué se debe su proliferación? ¿Influyen las nuevas formas de vida, cada vez más refractarias a los ciclos naturales y más sometidas a la tecnología, en la formación de caracteres psicopáticos? ¿Hasta qué punto la disolución de los frenos morales y de los vínculos comunitarios favorece la eclosión de conductas aberrantes?
Que nadie espere que la ciencia dé respuesta a estas preguntas. Pues nuestra ciencia materialista se fundamenta en un dogma inatacable, que es la negación de la realidad sustancial del alma. Partiendo de esta premisa errónea, todos sus diagnósticos resultan, inevitablemente, desquiciados, amén de banales. Y así, la ciencia psiquiátrica se ha convertido en un batiburrillo informe que estudia “accidentes” psíquicos, absolutamente incapaz de comprender la causa de la proliferación de perturbados, que en todo caso recomendará empastillar (si los reconoce a tiempo), convirtiéndolos en vegetales. Pero la enfermedad de perturbados como este joven muniqués no es de los accidentes psíquicos, sino de la sustancia anímica, del alma aislada y gangrenada por formas de vida antihumanas. Al negarnos a reconocer la existencia del alma jamás podremos combatir sus enfermedades; e, inevitablemente, padeceremos una plaga cada vez mayor de monstruos que ametrallan gente indefensa, o que descuartizan mujeres en un sótano. Y también una plaga de zombis que juegan al Pokemon Go. Porque unos y otros son el anverso amable y el reverso sombrío de la misma lacra.
Cuando Hilaire Belloc enumera las consecuencias de la ruptura de Europa provocada por el protestantismo las resume todas ellas en una, el “aislamiento del alma”; esto es, “una pérdida del sustento colectivo, del sano equilibrio producido por la vida comunitaria”. En efecto, el protestantismo introdujo en Europa un aislamiento de las almas que gangrenó la teología, la filosofía, la política, la vida social y la unidad psíquica de la persona. Aquí no tenemos espacio para explicar todas estas gangrenas; pero todas ellas confluyeron en un escepticismo que puso en duda toda institución humana y toda forma de conocimiento, abocando a las sociedades a un desarraigo creciente cuya estación final es la desesperación. Este desarraigo adquiere manifestaciones religiosas (aislando al hombre de su origen y de su fin trascendentes), intelectuales (con una progresiva pérdida del sentido de lo real y un auge execrable del idealismo), etcétera. En su manifestación más puramente existencial, el aislamiento del alma produce una ruptura de lazos con el mundo que nos rodea; y, muy especialmente, con nuestros semejantes, empezando por nuestra propia familia y el medio social en el que nos desenvolvemos (que ya nunca más será una verdadera comunidad, sino una mera agregación amorfa de individuos cada vez más hostiles entre sí) y con nuestra propia tradición (que ya ha dejado de existir, en mezcolanza con tradiciones extranjeras y atomizadas, antípodas entre sí, favorecidas por el aislamiento de las almas). Así se generan hombres solipsistas, autistas y, a la vez, estandarizados y amorfos, fácilmente manipulables y esclavos de la tecnología.
Hombres, en fin, solos ante la inmensidad del universo, aterrados ante el prójimo, huérfanos de Dios. Y hombres así sólo pueden ponerse a jugar al Pokémon Go, si son modositos; o a matar gente, si son más exaltados. Es la consecuencia natural del aislamiento del alma, cuya realidad sustantiva nuestra ciencia niega rotundamente.
Artículo publicado en ABC el 25 de julio de 2016.