Una pequeña iglesia parroquial en Saint-Etienne-du-Rouvray, un pueblo de la periferia de Rouen, en la Alta Normandía. Es un día laborable y la asistencia a la Misa de la mañana es escasa, tan sólo el anciano sacerdote, Jacques Hamel, y otras cuatro personas.
Nadie podía imaginar que este lugar tranquilo se convirtiera en objetivo de los asesinos del Daesh. Habían matado ya en discotecas, supermercados, redacciones de periódico, en transportes públicos y hasta en un paseo marítimo. Sería ingenuo pensar que una iglesia podía estar libre de peligro.
Dos “valientes” matarifes han asaltado un lugar indefenso por definición, mientras se celebraba la Eucaristía, el amor de los amores. Siguiendo el ritual diabólico de tantas veces, han degollado al sacerdote y casi consiguen repetir la hazaña con uno de los asistentes a la Misa.
Este atentado no es más ni menos que otros tantos sufridos en nuestras carnes durante los últimos meses, pero a nadie se le escapa su valor simbólico para la batalla del yihadismo.
Como había dicho semanas atrás con precisión el Patriarca de los Caldeos, Louis Sako, estamos ante algo de naturaleza demoníaca, de ahí nuestra dificultad de entender. Esperemos que en la redacción de Charlie Hebdo hayan tomado nota del contraste.
En la pequeña iglesia de Saint-Etienne-du-Rouvray, unas pocas personas celebraban al Dios indefenso clavado en una cruz, al Dios que se hace pan para alimentar la debilidad de los pobres hombres y mujeres del mundo. Un Dios extraño que se ha dejado tocar muchas veces por las manos de un anciano de 84 años, un cura de pueblo como cientos, cuyo heroísmo ha consistido en comunicar la misericordia bajo la lluvia y el sol hasta el último día, un 26 de julio. Contra esto se ha abatido la furia blasfema de los asesinos, una historia vieja de hace más de dos mil años.
Al arzobispo de Rouen, Dominique Lebrun, la sacudida le ha sorprendido en Cracovia junto a cientos de jóvenes de su diócesis que empezaban a participar en la JMJ de Cracovia.
Con ellos acababa de visitar la tumba del sacerdote polaco Jerzy Popieluszko, asesinado por algunos policías durante los estertores del régimen comunista. La mención a este gesto en su breve declaración, antes de partir precipitadamente de regreso a Francia, no es fruto de la casualidad.
Sobre todo cuando a continuación señala que “la Iglesia católica no puede emplear otras armas sino la oración y la fraternidad entre los hombres”, descartando así cualquier inclinación al odio o a la venganza.
Con el corazón encogido, el arzobispo Lebrun ha dejado en Cracovia a sus jóvenes, y ha señalado sin sombra de barroquismo que ellos “son el futuro de la humanidad, la verdadera”. Y les ha pedido “que no bajen los brazos ante la violencia y que se conviertan en apóstoles de la civilización del amor”.
Naturalmente, a las autoridades del Estado y a la comunidad internacional corresponde la tarea de combatir, desarmar y castigar a los asesinos del Daesh, con la mayor diligencia y eficacia posibles. Pero esta batalla se libra también, y sobre todo, en el corazón de las personas y en el tejido profundo de nuestra convivencia.
El padre Jacques es la imagen de un modo de vida, de un significado que ha sostenido la grandeza y amplitud de la vocación europea. Como lo son los jóvenes que llenan estos días Cracovia, portadores de un amor desarmado pero invencible. Para vencer al nihilismo de los asesinos, Europa tiene que volver a ellos su mirada.
(Publicado en PaginasDigital.es)