En Filipinas, un país que debería resultar especialmente cercano a los españoles, la Iglesia afronta un momento crucial marcado por al ascenso a la presidencia de un político populista de modales autoritarios, Rodrigo Duterte, que desde el primer momento ha buscado la confrontación con la Iglesia católica sin ahorrar insultos ni comentarios picantes. La paradoja radica en que una población que se volcó intensa y fervorosamente en la visita del Papa Francisco (como lo hizo anteriormente con San Juan Pablo II, que visitó dos veces el archipiélago), apenas un año después ha elegido para la más alta magistratura a un político provocador y pendenciero que no conoce el decoro institucional, cuya vitola radica en el éxito conseguido en la lucha contra la criminalidad durante su etapa como alcalde de Davao, en el violento sur del país. De hecho Duterte propone combatir la inseguridad incluso al precio de conculcar derechos humanos fundamentales, y ha postulado con fuerza la reinstauración de la pena de muerte. Su perfil de outsider y su lenguaje desenvuelto parecen haber convencido a los votantes.
Recordemos que Filipinas es el único país mayoritariamente católico en Extremo Oriente, en el que la religiosidad popular es un factor clave en la vida de la nación. La Iglesia ha defendido siempre las libertades y los derechos humanos, desde la época en que el cardenal Jaime Sin se convirtió en verdadero defensor civitatis frente a la dictadura de Ferdinand Marcos. Desde entonces los obispos filipinos han mantenido un perfil alto de intervención pública para denunciar la pobreza y la corrupción, y para defender los grandes valores de la Tradición cristiana que están en la base de la identidad del país. Esto lo han hecho frente a todo tipo de presidentes, algunos de ellos surgidos de las propias filas de un catolicismo social muy vivo, como fue el caso de Corazón Aquino.
Quizás forme parte de su atavío populista, el caso es que Duterte la ha emprendido con los obispos nada más fajarse la banda presidencial, sin intentar previamente un espacio de diálogo con una de las fuerzas constructivas reales de la nación. En estos meses los obispos han demostrado algo más que prudencia, evitando entrar al trapo de las provocaciones e incluso de los insultos. El cardenal de Manila, Luis Antonio Tagle, ordenó a todas las comunidades de su diócesis una novena especial de oración por los nuevos gobernantes y advirtió frente a tentaciones mesiánicas, ya que ningún gobierno “puede presumir de ser capaz de solucionar todo”. Por su parte el presidente de la Conferencia Episcopal, Sócrates Villegas, pidió a los políticos recién elegidos que no viesen a la Iglesia como un contrincante, y les ofreció su colaboración por el bien del país. En vano se han esperado signos de conciliación por parte de un presidente que quizás prevé, ya veremos sin con sagacidad o miopía, que al desafiar a la Iglesia genera un enfrentamiento del que puede sacar beneficio. En cualquier caso el precio será muy alto en términos de fractura social, un pantano en que se mueve muy a gusto.
Durante su Asamblea Plenaria, que acaba de celebrarse, los obispos filipinos han dejado claro que la Iglesia no busca nunca la confrontación con la autoridad legítima; no se trata de vencer en una contienda, se trata de continuar anunciando, pase lo que pase, lo que es justo y lo que es equivocado, se trata de defender siempre a los débiles, se trata en definitiva de mantenerse firmes en la fe. Pero como ha dicho Mons. Villegas, “este periodo puede ser útil, puede ser un momento de purificación que nos haga volver a nuestros orígenes, que nos haga entender la necesidad de permanecer firmes en el Señor y de volver a lo esencial, porque podremos ser puestos a prueba”. Y es que el único poder verdadero de la Iglesia consiste en la verdad que anuncia y en el amor que ofrece. Quizás la estúpida aversión de la nueva presidencia permita verificar que esto es radicalmente cierto.