Hace unos días, la infame Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, en sus observaciones y propuestas al proyecto de convención de las Naciones Unidas sobre delitos cibernéticos, promovió, entre los Estados miembros, la despenalización de la producción, transmisión o posesión consentida de material sexual (sexting) entre menores, y aun entre menor y adulto, siempre que la conducta mostrada sea “legal” de acuerdo con la legislación interna, que el material se conserve exclusivamente para el uso privado y consentido de las personas implicadas y no implique abuso o explotación sexual (art. 14.4). Dicho tratado debe ser ratificado por varios países para ser adoptado formalmente por la Asamblea General, lo cual se pretende realizar a finales del presente año.
Desafortunadamente, los intentos por legalizar las relaciones con menores vienen de lejos y además, han cobrado un renovado impulso en los últimos años. Ya en 2021, un informe publicado por el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) sugirió (punto 5.2 sobre la pornografía) que no hay evidencia concluyente de que los niños expuestos a la pornografía sufran daños. Además, afirmó que como dicho término tiene varias definiciones legales, muchos contenidos pueden clasificarse como pornografía en ciertos contextos, por lo que si son restringidos por edad, se podría negar a los niños el acceso a la “educación sexual vital”.
La ONU, en su documento de 2023 Los Principios del 8 de marzo para un enfoque del derecho penal basado en los derechos humanos que proscribe conductas asociadas con el sexo, la reproducción, el consumo de drogas, el VIH y la falta de vivienda y pobreza, afirma (en el Principio 16 sobre Conducta Sexual Consensual) que la conducta sexual en la que participen personas menores de la edad mínima de consentimiento para las relaciones sexuales prescrita en el país puede ser consentida de hecho, si no de derecho. En este contexto, la aplicación de la ley penal debe reflejar los derechos y la capacidad de las personas menores de 18 años para tomar decisiones sobre la participación en conductas sexuales consensuales y su derecho a ser escuchados en la materia”. A pesar de lo escandaloso del texto, la mayoría de los grandes medios de comunicación consiguieron apaciguar el alboroto alegando que dichos principios se referían a “adolescentes de edades similares”, aun cuando en dicho documento no se define explícitamente que dicha relación tenga que ser con alguien de edad similar.
Asimismo, la Unesco defiende como derecho humano la experimentación, desde la infancia, de una sexualidad “libre de estereotipos y prejuicios” a través de la llamada educación sexual integral, la cual promueve una sexualidad basada en el placer, la autonomía y el consentimiento, la cual “no debe verse obstaculizada en nombre de valores y creencias religiosas y culturales” (pág. 17). Por ello, no es de sorprender que algunos políticos declaren, sin pena alguna, que “los niños tienen derecho a tener relaciones con quien deseen mientras haya consentimiento” y que en varios lugares, especialmente de los Estados Unidos y Canadá, proliferen, en innumerables escuelas y bibliotecas infantiles, espectáculos de transexuales (drag queens) dirigidos a los niños pequeños, en ocasiones con el inaudito beneplácito de los padres.
Desde la década de los 60, la revolución sexual dejó claro que iba a por los niños, y si ha reculado ha sido solo ocasionalmente debido al clamor social. Sin embargo, esa perversa revolución asestó un funesto golpe a la 'rígida y estrecha' moral cristiana que tenía 'reprimida' a la sociedad logrando propagar, con gran éxito, su veneno. Así, del matrimonio estable y abierto a la vida pasamos a aceptar el divorcio y la anticoncepción. La degradación del matrimonio trajo la aprobación del amor libre y sin compromiso. De 'lo único que importa es el amor' pasamos a 'el amor no tiene sexo' y, si no hacemos algo serio al respecto, pasaremos a 'el amor no tiene edad' y, con ello, a normalizar una conducta que, por aberrante, es innombrable.
La sexualidad es, como el agua, fuente de vida. Mas, como ésta, cuando sale de su cauce (el matrimonio permanente entre un hombre y una mujer abierto a la vida) corrompe los sagrados vínculos familiares, degrada el cuerpo hasta envilecerlo, mancilla el alma y arrebata al hombre la esperanza y hasta su capacidad de amar. Por ello, es necesario reconocer que, si la perversa agenda contra la inocencia de nuestros hijos ha podido avanzar a pasos agigantados es debido, en gran parte, a la soberbia con la que muchos de nosotros hemos dado poco a poco la espalda a las enseñanzas perennes de Cristo (anticoncepción, divorcio, relaciones prematrimoniales, uniones homosexuales, etc.) creyendo, ingenuamente, que podríamos ponerle límites a las pasiones que contribuimos a desatar.
Libramos una difícil y desigual batalla contra fuerzas sumamente poderosas que nos rebasan en número, medios, dinero e influencia. Sin embargo, tenemos la responsabilidad de defender la verdad (íntegra y sin compromisos) confiados en que, como nos recuerda San Agustín, a nosotros nos corresponde hacer lo que podemos, pedir lo que no podemos y Dios nos dará para que podamos. No permitamos que nuestros hijos, ni los hijos de nadie, sigan sumándose a las incontables víctimas de la revolución sexual. Protejamos las almas que el cielo nos encomendó con todos los medios a nuestro alcance, y formemos a nuestros hijos en las virtudes cristianas, especialmente en el pudor, la modestia, la castidad y la pureza de corazón, tan vilipendiadas hoy en día.
Y en estos tiempos en los cuales corremos el riesgo de ser arrastrados por la impetuosa corriente de este mundo de inmundicia o de caer en el abismo de la desesperanza, parafraseando a San Bernardo miremos a la estrella: invoquemos a María. Que su nombre nunca se aparte de nuestros labios y jamás abandone nuestro corazón. Siguiéndolo no perderemos el rumbo; rezándole no desesperaremos; pensando en ella, no nos perderemos; si ella nos sostiene, no caeremos. Y además, si María nos ampara, llegaremos felizmente a puerto.