Étienne Gilson destaca en el campo donde los teólogos cristianos, además de usar de la filosofía, la desarrollan, dando lugar a lo que puede llamarse “filosofía cristiana”. Se requiere bastantes precisiones para entender bien esta expresión. Y tuvimos ocasión de recordar el famoso debate de la Sociedad Francesa de Filosofía, en 1931.

Étienne Gilson (1884-1978) fue, sobre todo, un gran historiador de la filosofía medieval. Pero su obra tiene un alto interés teológico, porque se mueve en las fronteras entre la teología y la filosofía.

Gilson y Heidegger

La expresión “filosofía cristiana” no era particularmente querida por Gilson, aunque, por así decir, se le quedó pegada, por la mucha atención que le prestó a lo largo de su vida. De entrada parece una contradicción: o es filosofía o es teología, son métodos distintos. Y por eso Heidegger se la ventila de un plumazo en su Introducción a la metafísica. En un pasaje donde, por cierto, argumenta que los cristianos no pueden hacer verdadera metafísica, porque no pueden ponerse ante el ser de las cosas con la misma radicalidad que un ateo. Solo el ateo se pregunta radicalmente por qué las cosas están ahí, y por qué es el ser y no más bien la nada. Un cristiano da por supuesta la explicación del ser en Dios y le parece obvia. No siente el misterio y la extrañeza del ser.

Gilson (o Maritain) estarían a medias de acuerdo con Heidegger. Aceptarían que el cristiano no puede evitar pensar “en cristiano”. Sin embargo, añadirían que es capaz de hacer verdadera filosofía, porque es capaz de distinguir lo que puede obtener por la razón de lo que sabe por la revelación. Pero evidentemente su “posición” (como diría Maritain y recoge Fides et ratio) es diferente; en eso coinciden con Heidegger. Como le gusta repetir a Gilson, el que piensa no es la razón sino la persona.

Gilson asistió a varias conferencias de Heidegger y, según cuenta su biógrafo (Shook), se emocionaba hasta las lágrimas al oírle hablar sobre el ser. Pero también pensaba que a Heidegger le faltaba mucha erudición histórica y que su Aristóteles venía de Franz Brentano, y por tanto de la tradición escolástica, y estaba retocado y cristianizado. Por eso, como otros filósofos e historiadores de la filosofía (Brehier, por ejemplo), no era capaz de apreciar la aportación filosófica cristiana en metafísica. Pensaban que el cristianismo se había limitado a asumir categorías griegas y se había helenizado, pero no apreciaban cuánto habían cambiado esas categorías y enfoques al entrar en contacto con el cristianismo: Dios (ser supremo), ser, escala de los seres, causa, finalidad, conocimiento, voluntad, libertad, amor. La gran aportación teológica de Gilson será precisamente mostrar esa frontera y esas influencias.

La historia y las fuentes del tomismo

Gilson fue, sobre todo, un gran historiador de la filosofía medieval. Y contribuyó de manera muy importante a hacerle un hueco en la Sorbona, a que se le reconociera como materia, porque produjo un conjunto admirable de estudios sobre San Agustín, San Buenaventura, Abelardo, San Bernardo, Duns Scoto y Dante, además de muchos artículos; y compuso finalmente una gran Historia de la Filosofía medieval.

Gilson publicó la primera edición de La filosofía en la Edad Media en 1922.

Además dedicó muchísima atención a la filosofía de Santo Tomás con tres obras sintéticas: la más importante, El tomismo (primera edición en 1918), que amplía y mejora a lo largo de toda su vida; la segunda, Elementos de filosofía cristiana, síntesis para sus alumnos del Instituto de Filosofía Medieval en Toronto. La tercera y última, a modo de ensayo y sin citas, es la Introducción a la Filosofía cristiana.

Conviene notar que hizo la “filosofía” y no la teología de estos autores. Pero esos autores eran teólogos y no filósofos. Su filosofía está inserta y desarrollada en su teología: hacen filosofía al hacer teología, porque la necesitan. Este va a ser el centro de su matizada idea. Al hacer teología, inspiran las transformaciones de la filosofía que usan; y ese es precisamente el sentido aceptable de “filosofía cristiana”.

En este punto, Gilson polemizó un poco con los miembros del Instituto de Filosofía de Lovaina (De Wulf, Van Steenbergen), que los trataban realmente como filósofos. Y, además, en el caso de De Wulf defendían la existencia de una “filosofía escolástica” más o menos unitaria. A Gilson, como buen historiador, le chocaba mezclar las fuentes, porque era consciente de sus diferencias, y, al final, prefería sencillamente a Santo Tomas, leído en sus fuentes, y no recibido de una tradición o escuela tomista o escolástica independizada.

La escolástica a través de Descartes

Gilson cuenta sus primeros pasos intelectuales en un pequeño prefacio a un libro genial pero poco conocido, Dios y la filosofía, que reúne cuatro conferencias publicadas por la Universidad de Yale (1941).

“Fui educado en un colegio católico francés [en el colegio y también seminario menor de Notre-Dame-des-Champs], de donde salí tras siete años de estudios, sin haber oído ni una sola vez, al menos en lo que recuerdo, el nombre de Santo Tomás de Aquino. Cuando me llegó la hora de estudiar filosofía, asistí a un colegio del Estado cuyo profesor de filosofía −un discípulo tardío de Victor Cousin− jamás había leído, evidentemente, ni una sola línea de Santo Tomás de Aquino. En la Sorbona ninguno de mis profesores conocía la doctrina tomista y todo lo que supe de ella fue que, si hubiera alguien tan tonto como para ponerse a estudiarla, solo hallaría en ella una expresión de esa Escolástica que, desde los tiempos de Descartes, pasó a ser mera pieza de arqueología mental”.

De paso, hay que apuntar que fue en ese ambiente donde más tarde conseguiría que se pusiera una cátedra de filosofía medieval. No es poco el mérito.

En la Sorbona quedó fascinado por un curso del filósofo judío Lucien Lévi-Bruhl, sobre Hume. Le encantó la seriedad de su método basado en los textos. Y quiso hacer la tesis doctoral con él. “Me aconsejó estudiar el vocabulario −y, de paso, los conceptos que Descartes había tomado de la Escolástica”. Y efectivamente hizo la tesis sobre La Libertad en Descartes y la Teología y la publicó en 1913, con un Index escolástico-cartesiano, que es una colección de las nociones importantes de Descartes donde se nota la influencia escolástica.

Descubrimientos y proyectos

Y aquí empezó todo. Descartes tenía una formación escolástica, porque no había otra donde estudió. Aprendió lo que es la inteligencia, la voluntad y la libertad en el colegio La Flèche, de los jesuitas, con todas las evoluciones que estos conceptos habían sufrido en el debate sobre gracia y libertad (controversia De Auxiliis). Pero también la idea de Dios y de causa y de ser. Cuando quiso separarse de lo aprendido por poco seguro y refundar la filosofía, no pudo desprenderse de los conceptos que su mente manejaba naturalmente. Para Gilson fue una doble revelación. La primera, de una evidente influencia cristiana en el considerado fundador de la filosofía moderna. La segunda: “Descubrí que las conclusiones metafísicas de Descartes solo tienen sentido cuando coinciden con la metafísica de Santo Tomás de Aquino”.

Esto suponía la superación del prejuicio ilustrado de que entre la filosofía griega y Descartes no hay nada de filosofía, sino en todo caso, teología. Y esto marcaría las líneas de desarrollo de su inmensa obra.

Su itinerario vital le llevaría, primero, a conocer mejor a los teólogos medievales, extrayendo su aportación filosófica, especialmente, de Santo Tomás. Y después, con toda esa erudición histórica, intentar explicar la evolución de los grandes conceptos desde la filosofía griega hasta la filosofía moderna. Es decir, a estudiar en concreto por áreas cómo se produce esa transformación. Hasta llegar al libro más emblemático de Gilson, El espíritu de la filosofía medieval. Que, aunque no sea un libro formalmente teológico, es importantísimo para la teología del siglo XX; porque el espíritu que anima esa filosofía y produce esa transformación es el espíritu cristiano.

El index de conceptos escolásticos que había preparado para estudiar a Descartes le serviría como primera guía tanto para sintetizar la filosofía de los autores escolásticos como para elegir los conceptos de los que había que contar la historia. Y de todas estas sutiles relaciones entre personalidad, filosofía y teología surgiría su matizada comprensión, recogida, con tono autobiográfico, en otro de sus grandes libros, El filósofo y la teología (1960).

El espíritu de la filosofía medieval

En 1930, Gilson tenía ya 47 años. Estaba en la plenitud de su carrera. Había conseguido un reconocimiento académico casi unánime y un respeto por la filosofía medieval. Había fundado el Instituto de Filosofía medieval en Toronto (1929). Y había dado muchos cursos en muchas universidades americanas, siendo particularmente querido en Harvard. Esto se debía a que era un gran trabajador y que daba cursos excelentes, desarrollando constantemente sus grandes temas. Una erudición tan grande le permitía componer síntesis y comparaciones muy atractivos. Siempre originales, pero también rigurosas y basadas en los textos. Nunca olvidó lo aprendido con Lévi-Bhrul.

En esas circunstancias le llegó la invitación a pronunciar las Gifford Lectures en la Universidad de Aberdeen, en dos años sucesivos, 1930 y 1931. Lord Adam Gifford (1820-1887) fue un exitoso y reconocido abogado escocés que legó su fortuna para que todos los años se dieran cursos sobre Teología natural en las principales universidades escocesas (Edimburgo, Glasgow, Aberdeen y St. Andrew). Desde 1888, estas conferencias han dado lugar a una impresionante colección de ensayos de primera fila y muchos clásicos en el área de humanidades. Vale la pena ver las listas (y hay mucha documentación online).

En los dos cursos de Gilson, reunidos en El espíritu de la filosofía medieval, cuenta, punto por punto, cómo se han transformado las grandes nociones de la filosofía, desde su forma griega a su forma moderna, por el impacto de la revelación cristiana, detallando especialmente la aportación medieval en toda su variedad. Es un libro genial, que solo podía hacer una persona que reuniera tantas cualidades de método y erudición, además de grandes dotes narrativas.

Después de estudiar la idea de sabiduría o filosofía, se aborda, primero, la ontología, con la idea del ser, de su causalidad, analogía, participación, y de Dios, con su providencia. Después, la antropología: desde el valor del espíritu y del cuerpo, pasando por el conocimiento y la inteligencia hasta el amor, la libertad y la conciencia. Termina con el estudio transversal de tres nociones en la edad media: la naturaleza, la historia y la filosofía.

El filósofo y la teología

Este otro libro, escrito cuando tenía 75 años tiene también un alto interés teológico. Comienza contando la soledad y extrañeza que puede notar un filósofo cristiano en un entorno poco cristiano, aunque siempre se sintió respetado y con muchos amigos. Describe también ese peculiar estatuto de seguridad que un cristiano tiene sobre los temas fundamentales. Reconoce que, en un católico practicante, la filosofía se instala normalmente después y que, espontáneamente, ocupa siempre un segundo lugar en sus convicciones.

Recuerda los años universitarios, con mucho agradecimiento hacia Bergson, que animó a tantos en el camino de la filosofía, y que parecía cercano a convertirse al cristianismo, aunque Gilson matiza. Agradece también a tantos profesores y matiza juicios que le parecen exagerados o injustos sobre ellos (por ejemplo, de Péguy).

Recorre los matices de la “filosofía cristiana”. Y en el último capítulo, sobre “El futuro de la filosofía cristiana”, señala tres cosas: primero, que “el futuro de la filosofía cristiana dependerá, en primer lugar, de la presencia o de la ausencia de teólogos dotados de formación científica”, para que puedan situarse y dialogar con el pensamiento actual. Advierte que “todas las metafísicas envejecen por su física”; y esto obliga a ser precavidos, a no intentar concordias demasiado rápidas. Y a no equivocarse sobre el fundamento, que está en la fe y en las convicciones metafísicas (el realismo y el ser). Recuerda, entonces, el valor que tiene en este punto la filosofía de Santo Tomás.

Gilson tiene otros libros de interés teológico, como La metamorfosis de la ciudad de Dios, y Las tribulaciones de Sofía, con algunas impresiones sobre derivas posconciliares. Además está la correspondencia que mantuvo con grandes teólogos, entre otros De Lubac (ya editada) y Chenu, que eran amigos suyos, y a los que apoyó cuando encontraron incomprensiones y dificultades.

La gran biografía autorizada de Laurence Shook, Étienne Gilson (1984), es magnífica, y en la versión italiana lleva un excelente prologo del teólogo Inos Biffi. Además, Vrin ha publicado otra voluminosa, de Michel Florian, Étienne Gilson. Une biographie intellectuelle et politique (2018).

Publicado en PalabraTomado de Almudi.