En Bangladesh y en Italia todavía hay consternación e incredulidad por la masacre llevada a cabo en Dacca el 1 de julio en el café Holey Artisan, situado en el barrio exclusivo de Gulshan, donde fueron asesinados (y antes torturados) nueve italianos (diez, si se piensa que la señora Simona Monti estaba embarazada), siete japoneses, una estadounidense, una india y cuatro bangladesíes.
La consternación viene porque de repente el islam bengalí, tan amistoso y dialogante como siempre lo hemos conocido, mostró un rostro cruel, cínico y fundamentalista.
La incredulidad surge del descubrimiento de que al menos tres de los asaltantes eran jóvenes de unos veintidós años, provenientes de buenas familias, educados en colegios internacionales, que salen del cuadro normal del musulmán oprimido por la miseria y la pobreza, adoctrinados en las madrasas integristas. Al parecer -según las sobrias indicaciones de la policía de Dacca-, sólo uno de los asaltantes, Khairul Islam, responde a ese perfil. Los otros (Rohan Imtiaz, hijo de un político de la Awami League, el partido [laico] en el poder; Nibras Islam y Andaleeb, con estudios en una universidad australiana en Kuala Lumpur; Meer Saameh Mubassheer y Rayian Minhaj, estudiantes en las mejores escuelas de la capital) forman parte del grupo de los “jóvenes fuera de control”, como fueron definidos por los policías antes del operativo. Varios de ellos, después de años de facilidades, diversiones, selfies y amores -como lo demuestran sus perfiles en Facebook y Twitter- escaparon de sus familias y desaparecieron.
Según un general responsable de la seguridad que se encuentra retirado, Sakhawat Hossain, son al menos ciento cincuenta (quizás doscientos) los jóvenes bangladesíes desaparecidos y se piensa que pueden haber ido a Siria o Irak para combatir junto al Estado Islámico.
Si de la consternación y de la incredulidad se pasa a la acción, la primera cuestión que debe afrontarse es el vínculo entre el islam moderado y el islam fundamentalista. La primera ministro de Bangladesh, Sheikh Hasina, al denunciar la masacre, realizada en uno de los mayores días de fiesta del Ramadán, el último viernes del mes del ayuno, dijo inmediatamente: “Esto no es el islam”. Y lo hizo porque en la oposición tiene un partido que se inspira justamente en el islam integrista: criticar ese tipo de islam implica el riesgo de producir más adhesiones a sus enemigos políticos.
Lo mismo sucede entre nosotros en Italia y en Europa, donde hay un silencio por parte musulmana ante esta masacre y donde, ante otras masacres, las asociaciones musulmanas se lavan las manos mientras ellos también dicen: “Esto no es el islam”. Sin embargo, estos jóvenes “fuera de control”, antes de matar, pidieron que fuesen recitados algunos versículos del Corán, al estilo del Estado islámico. Hay una interpretación del islam que lleva a la violencia y los jóvenes, deseosos de soluciones sumarias e impacientes, han quedado fascinados y embrujados; hay imanes y predicadores que instilan deprecio hacia las otras religiones, hacia Occidente, hacia los heréticos (chiíes o ahmadíes) y que para purificar la tierra del islam están dispuestos a destruirlos a todos, incluso a ellos mismos.
¿No es ya tiempo de que en el mundo islámico se denuncie esta interpretación violenta del Corán? ¿De que se condene y denuncie a aquellos imanes que alienten desprecio y odio por otras religiones? ¿De que se inicie o se retome una relectura de la fe musulmana que sea equiparable a la modernidad, a los derechos del hombre, de la mujer?
Entre mis amigos de Facebook he encontrado un “examen de conciencia” de un musulmán que acusa de “hipocresía” a la posición de tantos correligionarios que apoyan la sharia y al mismo tiempo dicen que “Daesh no nos representa”. “O nos unimos y aliamos con el Estado Islámico, y así cesamos en la comedia, o bien reformamos nuestra visión del islam y la desempolvamos de toda vejez, o sea de la sharia, y de la jurisprudencia inventada por los ulemas (los doctores coránicos)”. Y otro comentario afirma: “Los imanes, gran parte de los cuales no tiene ninguna cultura general, jamás se ocuparon de enseñar la tolerancia a los fieles”. Y citando luego “a los teóricos del islamismo”, que usan libros y canales televisivos, los acusa de “enseñar el odio, el desprecio y el rechazo del otro”. Esperemos realmente que esta lucidez se difunda entre nuestros amigos musulmanes y que también nuestros gobiernos sean cautelosos en su liberalismo, que deja predicar a cualquiera y permite que los países fundamentalistas financien este tipo de imán que hemos condenado anteriormente.
Al remontarnos al inicio del binomio islam-violencia nos viene a la mente la magistral lección del Papa Benedicto XVI en Ratisbona, cuando sugería al mundo musulmán que la violencia no es digna de Dios, que es razón. En los últimos días, muchos comentaristas oficiales y no oficiales han citado ese discurso, aunque tal vez entendiéndolo sólo a medias. De hecho, muchos citan al Papa Ratzinger sólo por esa página en la cual se hace referencia al islam (con la docta cita de Manuel II el Paleólogo), pero se olvidan de las otras (al menos doce) dedicadas a Occidente y a su desprecio por la religión por considerarla “irracional”.
En efecto, si es necesario un examen de conciencia en el mundo islámico, también es necesario otro examen de conciencia en el mundo occidental. El hecho de que jóvenes bangladeshíes bien educados y expuestos a la modernidad globalizada decidan sacrificarse por el islam no hace sino poner en crisis nuestro modelo, el cual ve su ideal en la capacidad, en el éxito, en el bienestar, sin ninguna referencia a Dios. Los jóvenes “fuera de control” de Dacca son muy similares a los jóvenes que atacaron en París, Bruselas, Londres. Y son similares a esos muchachos occidentales que después de una adolescencia vivida en la abundancia, deciden ir a combatir a Siria o Irak en las filas de Estado Islámico. Una francesa musulmana, estudiosa de este fenómeno, Dunia Bouzard, explicando cuán similar es el trasfondo familiar de los jóvenes fugitivos, muestra con claridad, quizás casi sin quererlo, cúan secularizadas estaban estas familias, sin ninguna referencia religiosa explícita y convincente. Así, cuando la pregunta por el sentido de su vida se vuelve urgente, ellos caen en manos del primer predicador online que aparece, no teniendo ningún criterio para distinguir lo verdadero de lo falso en el discurso religioso, y no habiendo tenido jamás la oportunidad de encontrar testigos de la fe.
No estamos hablando de las pobres víctimas de Dacca. Es más, algunos de ellos destacaban por su fe y por su caridad. Hablamos de un Occidente que en sus sociedades y en sus Estados desprecia la religión, que la considera "irracional" y por lo tanto indigna del hombre y que, por ende, ha de ser marginada, privatizada y quizás hasta sofocada para que no produzca daños a la sociedad, que funcionaría tanto mejor sin ella. Según algunos estudiosos, el fundamentalismo violento de algunas religiones es la contrapartida, la otra cara de la moneda de un Occidente sin Dios, que se burla de la religión.
Si queremos releer de manera completa el discurso de Ratisbona, es importante que los musulmanes se separen de la violencia, pero también que Occidente vuelva a una idea de razón que abrace la dimensión religiosa. Sin esto, como advirtió Benedicto XVI, Occidente (tal como ocurre con el islam fundamentalista) no logrará entender a las demás culturas y provocará la violencia, que nos parecerá cada vez más irracional. Y, en cambio, no lo es.