Está claro, y el Concilio insiste en ello (cf. Decreto Optatam totius nº 16), que la Teología Moral debe inspirarse en la Escritura y en el Magisterio. La Revelación no ofrece tanto soluciones circunstanciadas o detalladas a los problemas prácticos, sino una inspiración y una exigencia que haciendo suyas las exigencias de la moral humana, la renueva y recrea.
Al estudiar la Biblia, y aunque el centro de ella sea el Nuevo Testamento, no podemos prescindir del Antiguo Testamento, ya que el encuentro entre Dios y el hombre se realiza en la Historia.
Ya desde el primer momento Dios llama a la Humanidad a una vida de amistad e intimidad con Él, colmándonos de favores. Nos crea a su imagen y semejanza (Gen 1,26), y como se trata de un Dios personal, también nosotros somos y tenemos la tarea de realizarnos como personas.
El Antiguo Testamento es por supuesto auténtica Historia de la Salvación. Dios se nos revela allí y allí encontramos su Palabra inspirada. Por de pronto Dios va a ser conocido como el Dios Único gracias a su Revelación a los Patriarcas, a Moisés y a los Profetas, concentrándose en Él la totalidad de lo divino, que los cultos paganos dispersaban entre una multitud de poderes más o menos identificados con las potencias cósmicas.
La moral del Antiguo Testamento tiene como tema central la Alianza entre Dios y el pueblo escogido.
Dios quiere desde el primer momento entrar en amistad con el hombre. Pero el pecado de los hombres arrastra la Humanidad hacia la catástrofe. Por ello Dios llama en la persona de Abrahán a un pueblo, el pueblo escogido, para salvar al resto de la Humanidad. La elección de Israel es una acto del amor misericordioso de Dios, por el que Éste escoge libremente y entra en relación personal con un pueblo que será el portador de su Revelación. Israel es, según ha demostrado la investigación histórica, el nombre de una confederación sagrada de tribus, que se constituye por primera vez después del ingreso en Palestina.
La elección fue hecha con vistas a la Alianza, realizada en el monte Sinaí. Lo esencial de la Alianza es la institución de un lazo privilegiado entra Dios y el pueblo. Éste se convierte en propiedad particular de Yahvé (Ex 19,5; Dt 26,18) y es Yahvé quien dice: “Yo os haré mi pueblo y seré vuestro Dios” (Ex 6,7; Dt 29,12; Os 2,25; Jer 31,33). Dios recuerda sus beneficios al pueblo, en especial la liberación de Egipto, por lo que puede imponer su voluntad y soberanía, pero desea que Israel le reconozca como su Señor. Esta respuesta habrá de ser más que un mero culto, siendo el acto moral básico de Israel su aceptación o rechazo de Yahvé y la ley fundamental la de escuchar, amar, temer y servir a Yahvé.
Dios quiere que Israel sea un servidor sumiso, pero no un esclavo: “Los até con ataduras humanas, con ataduras de amor” (Os 11,4). Podemos decir que esta ley general de amar, temer y servir es el espíritu de la respuesta de Israel, siendo el hecho que Dios reclame de Israel una respuesta es lo que da a Israel una categoría moral, pues la moral sólo puede darse cuando el hombre tiene algo que decir. A su vez las estipulaciones particulares son la letra, siendo de todas las leyes de la Alianza el Decálogo la más importante e incluso la que mejor ha resistido el paso del tiempo.
Si Israel cumple con su compromiso, Dios le premia con una serie de bendiciones, siendo la principal la posesión de la Tierra Prometida. Con el paso del tiempo estas promesas se van espiritualizando. No olvidemos que la Alianza es una realidad comunitaria, no establecida entre Dios e individuos aislados, sino entre Dios y el pueblo. Pero aunque se pone el acento en el aspecto comunitario, el individuo conserva sus derechos y deberes, ya que Israel no es una colectividad anónima, sino una comunidad.