Hace algunas semanas, una chica de la Universidad de Stanford fue violada por un desconocido, y su violador recibió una sentencia ridículamente leve. La historia conquistó los titulares en todo el mundo, y provocó una tormenta en las redes sociales. Pero mientras esta “violación entre la basura” es rechazada en todas partes, una amenaza a las mujeres mucho más insidiosa y peligrosa causa estragos ante nuestros ojos sin que lo reconozcamos. Esta amenaza está destruyendo sistemáticamente a toda una generación de nuestras, hijas, hermanas, tías, futuras madres y amigas.
La joven que fue violada tras un contenedor de basura tiene una ventaja sobre la mayor parte de nuestras jóvenes de hoy: ella sabe que fue violada. Está furiosa, con toda la razón. Es consciente de que fue violada y puede intentar encontrar una forma de superarlo. Las jóvenes con las que hablo todos los días en el campus de la universidad donde doy clase están mucho peor que esta víctima, porque no saben qué es lo que va mal en sus vidas. Sin embargo, algo ha ido terriblemente mal, y hasta cierto punto se dan cuenta.
En treinta años de enseñanza, he conocido miles de mujeres con edades comprendidas entre los 18 y los 26 años. Estas mujeres están siendo heridas. Gravemente. Piensen en los siguientes ejemplos vividos “en primera línea”.
Una chica me dijo con toda tranquilidad: “Este fin de semana fui a mi primera fiesta universitaria, y me enrollé con un chico, así que nos fuimos a la habitación donde se guardaban los abrigos y empezamos a besarnos. Entonces él se inclinó, me bajó las bragas y me penetró, así que supongo que ya no soy virgen”.
Otra chica vino a mí llorando porque su médico le había dicho que, como tiene verrugas genitales, es posible que en el futuro tenga problemas para ser madre. Ella siempre había pensado que algún día se casaría y formaria una familia. “Y lo peor”, gemía, “es que ni siquiera soy promiscua. Sólo me he acostado con seis chicos”. Esta chica tenía 19 años cuando me dijo esto.
Una vez, en una tarea escrita que pedí sobre Sócrates y el Mito de la Caverna, una estudiante escribió que había decidido hacer las cosas mejor después de despertarse una mañana en un tráiler, cubierta de arañazos y desnuda junto a un hombre al que no recordaba haber conocido. Al menos ella sabía que había un problema.
Con demasiada frecuencia, estas mujeres vienen a mí en un estado de desconcierto. Las mujeres nunca han sido más “sexualmente libres” que ellas, o eso les dicen. Ya no están aprisionadas por ridículos lazos como los mandamientos, las reglas morales o palabras como “castidad”. Gritan: “¡Somos libres!”. Pero luego susurran: “¿Por qué estamos tan destrozadas?”.
No es casualidad que los dos fármacos más prescritos en el centro de salud de nuestra universidad estatal sean los antidepresivos y los anticonceptivos. Nuestras jóvenes están exhibiendo una versión muy distinta de la “vida universitaria” que la generación anterior.
Una joven en su primer año acudió a su centro de salud porque temía padecer una bronquitis. Al leer su historia médica, el doctor le dijo: “Veo aquí que eres virgen”. “Sí”, respondió ella, preguntándose qué tenía que ver ese hecho con su persistente tos. “¿Quieres que te remita a algún asesoramiento al respecto?”. Esta estudiante vino a mí a preguntarme si yo pensaba que ella debería considerar su virginidad (tenía 18 años) como un asunto psicológico. (Le dije que no.)
En un seminario que imparto todos los años, abordamos las formas en que las adicciones revelan ciertas verdades sobre la personalidad. Uno de los libros que discutimos es Drinking: a love story [Beber: una historia de amor], de Caroline Knapp. A los estudiantes les encanta este libro, y mantenemos conversaciones fascinantes en clase. El capítulo que genera más pasión, con diferencia, es el que hace referencia al alcohol y al sexo. Knapp habla sinceramente sobre el papel crucial que jugaba el alcohol en sus decisiones de tener sexo, sexo que ella lamentaba y que le hacía sentirse terriblemente mal. Mis alumnos concuerdan profundamente con las experiencias de Knapp, y me sigue impactando lo poco libres que se sienten estas chicas.
Una vez que la cultura ambiente aceptó el sexo extramatrimonial y lo convirtió en norma, las mujeres que no quieren tener sexo casual se sienten a menudo como marginadas, como tipas raras. La universidad es el último lugar donde uno quiere sentirse como un completo inadaptado. Unamos eso al hecho de que las estudiantes de primer año están fuera de casa por primera vez –solas, vulnerables, inseguras- y tendremos la fórmula para encuentros sexuales sin sentido seguidos de ansiedad y depresión.
¿Por qué estas mujeres, simplemente, no echan el freno? En vez de emborracharse para tener sexo casual, ¿por qué no abandonan las copas y el condón? El mundo que hemos creado para estas chicas es un mundo que da la bienvenida a cualquier tipo de conducta sexual, excepto la castidad.
¿Sexo anal? Ok.
¿Tríos? Bien.
¿Sexo en la primera cita? Por supuesto.
¿Virginidad hasta el matrimonio? ¿Pero qué pasa contigo, qué problema tienes?
Me arriesgo a sugerir que la razón por la cual tantas chicas en edad universitaria se emborrachan es que así pueden soportar su escondida tristeza por lo que están haciendo. La mujer que se emborrachó y fue violada detrás de un contenedor fue víctima de una cultura tóxica. Pero mis alumnas son también víctimas de una cultura tóxica. No hay que extrañarse de que el número de mujeres que padecen trastornos alimentarios, adicciones, ansiedad y depresión esté en máximos históricos.
Yo nunca fui violada, y tampoco mantuve relaciones sexuales antes del matrimonio. Sin embargo, tuve un encuentro siendo muy joven que me da una idea de la vergüenza experimentada por las chicas que “ligan”. Cuando tenía 16 años, mi hermana me llevó a un bar cercano a su campus universitario. El bar estaba considerado por los estudiantes como de fácil acceso, porque sólo de cuando en cuando pedían el carnet de identidad, si es que lo hacían alguna vez. Una vez dentro del bar, a mi hermana se la llevaron su grupo de amigos y la perdí entre la multitud.
Un “universitario” que estaba en el bar reparó en mí y vino a preguntarme si quería beber algo. Yo no tenía idea de qué pedir o cómo hacerlo, porque nunca antes había estado en un bar. Él me aseguró que se ocuparía de todo y se fue hasta la barra. Cuando volvió con un Tequila Sunrise, me dijo que estaba muy bueno, como un zumo de frutas. Tenía razón: estaba riquísimo, y con mucho gusto acepté que me invitase a tres más. Lo siguiente que recuerdo es estar besándome intensamente con este tipo mientras él proponía “seguir con esto en otro lado”. Gracias a Dios, el novio de mi hermana entró en ese momento en el bar, me vio, me apartó de aquel hombre y me llevó al otro lado del bar con mi hermana.
Fue mi primer beso. A la mañana siguiente experimenté mi primera resaca. A pesar de lo mal que me sentía físicamente, mi vergüenza era aún peor. Yo era una romántica empedernida que durante años había soñado con mi primer beso. Un morreo, borracha, con un desconocido era la brutal realidad que ya nunca tendría vuelta atrás.
Y sin embargo, cuando le cuento a la gente esta historia, les sorprende que “dramatice” tanto lo sucedido aquella noche. La gente bebe. Se besan. Y sin la gracia de Dios y el novio de una hermana, acaban en la cama de un extraño con dolor de cabeza, la boca seca y una incalculable sensación de vacío. A menudo me dicen: “¡Despierta! Te lo pasaste bien, así que ¡genial! ¿Por qué eres tan dura contigo misma?”
Yo seguía contando la verdad sobre esa terrible experiencia, pero mi formación cultural no podía absorber esa verdad. Yo no tenía palabras para mi tristeza. Sólo más adelante en mi vida, cuando ya era una persona más fuerte, fui capaz de decir: “¿Sabes qué? Sí que fue dramático. No fue divertido. Me sentí avergonzada”.
Hace algunos años, navegando en internet vi el nombre de aquel hombre en un blog que estaba leyendo. Acabó sus estudios y se convirtió en un periodista respetado y premiado. Cuando le dije a unos amigos que le había encontrado y que ahora él era famoso, me propusieron que chatease con él y me presentase de nuevo. Me horrorizó la idea de hacer algo así. Más de treinta y cinco años después, todavía me sentía profundamente avergonzada de aquella noche. Años antes comprendí lo avergonzado que él debería haberse sentido. De hecho, dada mi edad y mi evidente vulnerabilidad, su comportamiento era depredador y vicioso. Pero el hecho de que él debería haberse avergonzado no significa que yo no debiese estarlo también. Si este tipo hubiese logrado llevarme a otro lado para hacer lo que pretendía, yo me habría sentido degradada. La cultura de Sex and the City [Sexo en Nueva York] o Girls insistiría en que yo habría hecho bien, en que era una mujer moderna, en que era “libre”. Pero yo sabía más cosas. Sí, tenía 16 años, pero sabía que no debía estar en ese bar aquella noche. Sabía que no tenía edad legal para beber. Sabía que aceptar una copa de un completo desconocido era muy mala idea. Nunca le conté nada a mi madre sobre aquella noche, pero si lo hubiese hecho, me habría dicho: “Anne, ahora ya sabes lo que hay”. Decir que aquella noche yo no tenía opción es quitarme la capacidad moral que yo, en realidad, sí tenía. A los 16 años yo podía no haber sabido cómo encajar ese hecho, pero ahora sí lo sé.
Toda una generación de mujeres está herida y sin embargo no son capaces de encontrar por dónde sangra. Detrás de sus “juegos y entretenimientos” hay una “desesperación inconsciente”. “Ligan”, se sienten fatal, pero no tienen ni idea de por qué. Es difícil curarte cuando no sabes que has sufrido daños. Y la desesperación y la vergüenza de estas mujeres que “ligan” es real.
La cultura sexual contemporánea es tóxica para las chicas, y mientras las mujeres no se levanten y reconozcan ese hecho, la desesperanza, la tristeza y las lamentaciones serán la partitura de sus vidas. Le fallamos a toda una generación cuando la apartamos de “la sabiduría de no hacer cosas a la desesperada” [alusión a la frase de Henry David Thoreau (18171862): “No es de sabios hacer cosas a la desesperada”].
Anne Maloney es profesora de Filosofía en la St. Catherine University de St Paul (Minnesota, Estados Unidos).
Publicado en Crisis Magazine.
Traducción de Carmelo López-Arias.