Las dos fuentes principales de la Teología Moral son, de una parte, la Revelación, de otra, las Ciencias Humanas. Por Revelación entendemos la Escritura en el Antiguo y sobre todo el Nuevo Testamento y la Tradición, sin olvidar sus intérpretes el Magisterio de la Iglesia ni la Doctrina de Padres, Doctores y Teólogos.

La Escritura en su totalidad es la fuente principal de la Teología Moral, aunque indudablemente hay ciertos textos o pasajes que tienen una referencia más directa con la Moral, como pueden ser el Decálogo (Éxodo 20,217), el Sermón de la Montaña (Mt 5,312) y las obras de Misericordia (Mt 25,34-40) y a ellos nos vamos a referir principalmente. Pero esta utilización de la Escritura por el moralista deberá hacerse, aun sin olvidar la razón, a partir de la fe. En cuanto a la Tradición es la transmisión activa de la fe de la Iglesia y nos enseña a no descuidar la dimensión histórica de la Salvación.

El Decálogo pertenece a la Revelación divina y a la vez nos enseña la verdadera humanidad del hombre. Pone en relieve nuestros deberes esenciales y, por tanto, indirectamente, los derechos fundamentales inherentes a la naturaleza de la persona humana. Ocho de los diez mandamientos están formulados negativamente, constituyen prohibiciones, un poco a la manera de barandillas de un puente. Sólo dos tienen formulación positiva, la de preceptos por cumplir. Por tanto se pone el acento sobre la abstención de comportamientos dañosos. Es decir sus preceptos nos indican sobre todo por donde no debemos ir, los caminos equivocados.

En cuanto a las Bienaventuranzas, nos indican fundamentalmente las actitudes que debemos tener, actitudes que nacen de la aceptación del Reino de Dios en nuestra propia vida. Las Bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad puesto en nosotros por Dios con el fin de atraernos hacia Él, pues nuestra máxima aspiración, ser felices siempre, sólo nos es posible y alcanzable en la unión con Dios, pues como dijo San Agustín: “Nos hiciste, Señor,. para Ti e inquieto está nuestro corazón, hasta que descanse en Ti”.

En Mateo (5,310) las Bienaventuranzas mencionan los pobres de espíritu, es decir aquellos que viven en una situación precaria y, sobre todo, saben y reconocen que no tienen nada por sí mismos y que dependen en todo de Dios; luego los afligidos que no se cierran en sí mismos, sino que participan, por medio de la compasión, en las necesidades y en los sufrimientos de los otros. Siguen los mansos que no utilizan la violencia sino que respetan al prójimo tal como es. Aquellos que tienen hambre y sed de justicia desean intensamente obrar según la voluntad de Dios en la espera del reino. Los misericordiosos ayudan activamente a los necesitados (cf. Mt 25,31-46) y están prontos al perdón (Mt 18,33). Los limpios de corazón  buscan la voluntad de Dios con un compromiso íntegro e indiviso. Los realizadores de paz hacen de todo por mantener y restablecer entre los hombres la convivencia inspirada en el amor. Los perseguidos por causa de la justicia permanecen fieles a la voluntad de Dios a pesar de las graves dificultades que esta actitud lleva consigo.

Pero si el Decálogo contiene, salvo los dos preceptos positivos, lo que no debemos hacer, y las Bienaventuranzas las actitudes que hemos de tener, las Obras de Misericordia, dado que el amor exige un compromiso activo por el necesitado; puesto que “la fe sin obras está muerta” (Sant 2,26), nos señalan lo que debemos hacer. Las obras de misericordia son catorce, siete espirituales: enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo ha de menester, corregir al que yerra, perdonar las injurias, consolar al triste, sufrir con paciencia las adversidades y flaquezas de nuestros prójimos, y rogar a Dios por los vivos y los difuntos, mientras que las corporales son otras siete: visitar a los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, redimir al cautivo, vestir al desnudo, dar posada al peregrino y enterrar a los muertos.