Siendo ministro de Sanidad el economista Ernest Lluch, en el primer gobierno de Felipe González (asesinado por ETA hace ahora nueve años), propuso y sacó adelante la ley de despenalización del aborto en tres supuestos, sin que nadie organizara mucho ruido en contra. Hubo, sí, una manifestación de repudio que yo recuerde y participara, pero ni de lejos a la del 17-O. Y no sé si algo más. Muchos en privado, o acaso en algún artículo, expresamos nuestro temor por lo que sin duda vendría después, pero ahí quedó la cosa. El ministro alegó, para defender su proyecto, que en España se producían setenta mil abortos clandestinos al año. Personalmente dije entonces, a quien quería escucharme, que si eran clandestinos, cómo demonios conocía la cifra el ministro, además así de redonda, y si la conocía de verdad, cómo podía afirmar que eran clandestinos. En todo caso, aquella ley, todavía vigente, no convertía el crimen en un derecho, sino que eximía de culpa a las mujeres abortadoras y a los matarifes que sacrificaban a los hijos de aquellas, siempre que respetaran los tres supuestos autorizados.
Sin embargo la ley encerraba la trampa que en la práctica convertía la excepción en el gran agujero por el que podía colarse, se coló y se cuela, el aborto a escape libre. Admitir como eximente el peligro que un embarazo tiene para la salud de la madre, es abrir las puertas de par en par al aborto. No hay ningún embarazo que no comporte algún riesgo para la embarazada, a pesar de los grandes avances de la medicina, de la misma manera que no hay seguro absoluto de vida, por rígidas que sean las normas de tráfico, cuando nos ponemos al volante del coche. Ni siquiera los peatones tienen la vida comprada. En definitiva, que la ley llevaba implícita la fórmula para saltársela a la torera.
Pero que yo recuerde, no hubo grandes ni reiteradas protestas contra una ley tan tramposa y maliciosa. La gente en general no apreció cabalmente la matanza de inocentes que iba a propiciar de manera inmediata. El gran negocio de la industria criminal abortista, se puso en marcha a toda máquina, sin encontrar un masivo repudio social. A lo sumo, pequeños grupos, muy pequeños, de las asociaciones pro-vida, se plantaban con sus cartelones y voces ante alguna que otra clínica abortista, como la Dátor de la calle Hermano Gárate de Madrid, verdadera fábrica de triturar carne humana, entre la indiferencia general o la repulsa de no pocos, incluso algunos medios informativos, que tildaban a los manifestantes de “ultras” o de cosas peores.
Este era el clima que imperó durante muchos años en España. También en el período de Aznar. Ha sido necesario que estos masonazos del Gobierno quieran convertir el crimen en un derecho y atropellar los derechos de los padres respecto a la tutela y educación de los hijos, para herir la fibra sensible de la sociedad y salir a la calle en masa contra tanto desafuero. Por otro lado, si Aznar y otros dirigentes del PP en ejercicio y con mando en plaza, se sumaron a la manifestación, pero sin banderolas azulonas ni gaviotas, bienvenidos sean. Como lo fue el concejal socialista del pueblo de Sevilla, que bien se destacó en los telediarios. Todo lo que sea sumar, maravilloso. Aquí hemos de decir como en la canción del legionario, «no importa la vida anterior», porque nadie tiene la exclusiva de otorgar patentes de limpieza de sangre anti abortista. Sobre todo, porque no deja de haber intenciones políticas en las críticas acerbas al PP. Pues si censurable fue la indiferencia de este partido cuando pudo atajar, al menos en parte, la monstruosa barbarie abortista, no lo es menos la de quienes se envuelven en la bandera contra el aborto para alcanzar algún rédito en futuras contiendas electorales, como ya lo intentaron en las europeas últimas. Lo dicho: el que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Y ahora lo que importa es sumar, sumar hasta colmar el talego, y no poner palitos en la rueda de tan magno movimiento cívico, con tiquismiquis escrupulosos de un puritanismo políticamente sospechoso e interesado.