Este 25 de febrero acabo de celebrar mis sesenta años de sacerdote. Ante este hecho lo primero que se me ocurre es dar gracias a Dios porque Él ha querido que yo sea sacerdote católico. En pocas palabras, porque se ha fiado de mí, diciéndome como al profeta Jeremías: “Antes que te formara en el vientre te conocí, antes de que tú salieses del seno materno te consagré, y te designé para profeta de pueblos” (Jer 1,5). Y en segundo lugar porque su gracia me ha acompañado para que yo pueda celebrar con alegría este aniversario. Tampoco puedo olvidar el papel de la Iglesia en mi vida. Recuerdo que en el Concilio -yo estaba allí como acomodador- un obispo me preguntó: “¿Qué has sacado del Concilio?” “Un profundo amor a la Iglesia”, pude contestarle.
Como más de una vez se me ha preguntado que porqué me hice sacerdote y si volvería a serlo, mi respuesta es que me pareció una buena manera de llenar de sentido mi vida, y aunque a lo largo de mi vida he tenido momentos mejores y peores, nunca me he cuestionado seriamente dejar el sacerdocio. Hoy, desde luego, si pudiese echar marcha atrás y volver a plantearme del todo mi vida, sería de las cosas que tengo más claras: volvería a serlo, pues estoy encantado de haber sido sacerdote y continuar siéndolo. Sin duda alguna, creo ha merecido la pena apostar la vida por Cristo.
Antes que nada, el sacerdote ha de ser una persona con una fe y oración profundas. Fe, por supuesto, en Cristo, “Camino, Verdad y Vida”(Jn 14,6), “Luz del mundo”(Jn 8,12). Debemos entregar plenamente nuestro corazón a Dios, dejándonos empapar de la gracia de Dios. Antes que ayudar a los demás, el sacerdote debe pedir ayuda al Señor. Pero también hemos de tener fe en la Iglesia, el Cuerpo Místico de Cristo. Como nos dice el cardenal vietnamita François Xavier Nguyen Van Thuan: “Ama a la Iglesia, obedece a la Iglesia, sé leal en tu relación con la Iglesia, ora por la Iglesia”. Y es que el sentido de la vida del sacerdote y de todo fiel cristiano no es otro sino el amor, la entrega generosa a los demás que no rehúye el sacrificarse por el bien de los otros.
Y en cuanto a la importancia de la oración, el sacerdote que no reza es un sacerdote que, por muy activo que sea, hace infecunda su acción pastoral, porque no permite a Dios actuar a través suyo.
El sacerdote trabaja con las dos realidades más maravillosas que hay: Dios y el ser humano, especialmente cuando realizamos los sacramentos de la Eucaristía, donde podemos alcanzar una gran intimidad con Dios, y el sacramento de la Penitencia, donde no sólo perdonamos los pecados, sino que podemos hacer un bien inmenso a nuestros penitentes, que difícilmente se puede hacer en cualquier otro lugar.
Es Dios quien va a hacernos felices, porque al acercarnos a Él a través del amor al prójimo (cf. 1 Jn 4,20) estamos buscando no sólo el bien del otro, sino también nuestro propio bien y felicidad, nuestra alegría. No nos extrañe por ello que San Pablo nos diga: “Estad alegres, os lo repito, estad alegres” (Flp 4,4) y “estad siempre alegres” (1 Tes 5,16).
Durante la mayor parte de mi vida sacerdotal me he dedicado a la enseñanza, como profesor de Teología Moral en el seminario y de Religión y Moral Católica en varios institutos de Logroño, intentando unir los aspectos claves de una vida sacerdotal: el de la enseñanza (“Id, pues, y enseñad a todas las gentes”: Mt 28, 19), el de pastor (“Apacienta a mis corderos”: Jn 15,15), y el de pescador de hombres (“Os haré pescadores de hombres”: Mt 4,19).
Mi tarea pastoral ha sido sobre todo en el confesonario, aunque no quiero olvidar el Movimiento Familiar Cristiano. Después de mi jubilación me he dedicado a confesar y escribir, intentando especialmente poner a la gente en guardia sobre lo que significa la diabólica ideología de género, donde tengo la alegría de que la publicación de mi último libro, Lo que un católico debe saber sobre la ideología de género, coincida con este aniversario sacerdotal.
Actualmente, tras mi invalidez, creo que la tarea sacerdotal no ha terminado. Cuando Jesús le dice a Mateo: “Sígueme” (Mt 9, 9), es un llamamiento para toda la vida y para todas las circunstancias. Sigo escribiendo, pero sobre todo no debo olvidar que el apostolado más fecundo es la oración. Rezad para que los sacerdotes en general y yo en particular seamos personas de oración, cosa que debemos ser absolutamente todos, seamos sacerdotes o laicos.