Aquel gran contrarrevolucionario que fue José de Maistre, azote de ilustrados, decía que el último de los religiosos tenía más virtudes que todos los que los combaten, porque la mayor deformidad moral no consiste en ofender la virtud sino en llegar a no comprenderla. Lo hacía cuando loaba la labor de los misioneros españoles en América como estirpe sobrenatural: “hombres-milagros” que “solo la Iglesia produce”. En la otra cara de la moneda, hace unos días, al señor Jorge Verstrynge le preguntaban por la formación política Vox. Una de sus respuestas no pudo ser más execrable, según la cual el partido de Santiago Abascal estaba en contra del aborto y del divorcio merced a que "España tiene una maldición, se llama Iglesia católica”. Aquella expresión cogería a cualquiera más de desazón que de sorpresa, pues de imprecaciones están llenos los caminos por los que pasa la Iglesia de Cristo para enseñar la Buena Nueva.
La mayor leyenda negra jamás contada tiene nombre y apellidos, los mismos que pronunció Verstrynge entre espumarajos: Iglesia Católica, Apostólica y Romana. Para demolerla bastaría con leer al gran medievalista Luis Suárez en su obra Lo que España debe a la Iglesia Católica. Luis Suárez nos hace saber que fue la Iglesia la que pasó a reconocer a la familia como elemento básico para la propia sociedad, la que cristianizó a los bárbaros, la única institución capaz de evangelizar el salvajismo y civilizar un continente entero, elevando a bárbaros y salvajes a la dignidad de verdaderos hijos del Dios, la que creó las universidades en España, Europa y América para que pudiera estudiar todo quisque, la que a la sombra de las catedrales hizo nacer escuelas a las que podía acudir todo aquel que necesitara una formación con independencia de su vocación, fue la primera en alumbrar con todo su esplendor la dignidad de la mujer por medio de María, la Madre de Dios, la primera que sostuvo la condición libre ante Dios de toda persona humana, sentando las bases para la abolición de la esclavitud y la servidumbre. Obra suya fue la recuperación y revitalización de la cultura clásica, llenando las Españas de bibliotecas. Lo más duro para el señor Verstrynge es que lo sabe, como sabe de los más de diez mil misioneros católicos que entregan su vida a diario en toda clase de llanos donde reinan el hambre, la miseria y el terror, lo sabe pero puede más la enfermedad del orgullo que la cura de humildad, cuando al religioso se le niega toda probidad.
La numinosidad que aturde al bueno de Verstrynge no son todos esos infundios cargados de azufre que sueltan los párvulos domesticados por la jauría anticristiana, tampoco la cuota de pecado que le ha tocado cometer al clero; es un legado de voluntad divina que cristalizó en las mayores gestas jamás conocidas. La escrófula que aqueja a Verstrynge no es una patología personal, es la pandemia de nuestra época: el desconocimiento de la virtud herencia de la Ley Divina. Maldecir a la Iglesia por sus pecados comprende la tormentosa negación de sus inigualables virtudes, del dechado de abnegación, del reguero de amor que deja tras de sí. Como le ocurre a sus iguales, la comezón de Verstrynge es la impotencia de no poder dar respuesta a la eterna pregunta: ¿cómo es posible que una institución tan pecadora haya prevalecido en base a su supuesta santidad? El conde de Maistre dió en el clavo: la auténtica maldición para la Humanidad no es la misa de cada domingo, es la falsa probidad de los hombres resueltos a convertir al pecador en pecado, esa es la desdicha del primero en la lista de laicos furibundos que, verdugo de sí mismo, no comprende la virtud del último de los religiosos.