Hace días el presidente de la CEE, cardenal Ricardo Blázquez, señalaba que España se adentra en un momento crucial de su historia, y advertía del riesgo de quebrar las coordenadas socio-culturales de nuestra convivencia. La libertad religiosa está en el centro de ese riesgo, aunque haya estado paradójicamente ausente del debate entre los cuatro candidatos a la presidencia del Gobierno. Y aunque durante un largo año hemos contemplado una amplia distribución geográfica del problema, en los últimos meses Valencia se ha convertido en el epicentro.
La gota que ha colmado el vaso ha sido la profanación de sendas imágenes de Nuestra Señora de los Desamparados y de la Virgen de Montserrat, llevada a cabo por la asociación Endavant para promover la marcha del orgullo gay. Pero como ha señalado una Nota de la Secretaría de la Conferencia Episcopal, se trata de “un episodio más de una espiral que atenta contra el legítimo ejercicio de la libertad religiosa y la libre predicación del Evangelio en una sociedad plural”. Es preciso destacar que durante el desarrollo de la mencionada espiral, los distintos estamentos eclesiales han observado una sobria contención de gestos y palabras, evitando entrar en dialécticas estériles pero aportando razones bien ponderadas al debate público. Ahí se insertan, por ejemplo, varias declaraciones de los obispos de Galicia sobre la laicidad, o las intervenciones de los arzobispos de Madrid y Barcelona recordando que la libertad religiosa es el centro de nuestro sistema de convivencia.
La serenidad y la racionalidad siempre deben ser una seña de identidad de una presencia cristiana, lo cual no está reñido con que esa presencia se haga visible en la calle y esté marcada por una especial intensidad afectiva, como sucedió este jueves en la Plaza de la Virgen de los Desamparados de Valencia. El cardenal Antonio Cañizares ha explicado que este acto de desagravio “es un gesto necesario en una situación en la que no se respeta la libertad religiosa garantizada por la Constitución”. Ha sido un gesto popular, expresivo y orante, marcado por la impronta de la dimensión mariana de nuestra fe, realizado en la calle y en el templo. La situación es seria, y junto al deseo que debe animar siempre al encuentro y al diálogo con todos, a la paciencia necesaria para escuchar las razones de los demás y ofrecer las propias, un gesto público de esta naturaleza tiene también un valor de testimonio necesario en una sociedad de la imagen y de la comunicación global.
En este momento es más necesario que nunca usar la brújula que nos dejó orientada Benedicto XVI en su visita a Santiago de Compostela, al hacer memoria de nuestra atormentada historia de choques entre la tradición católica y el pensamiento laico, y augurar que España sea un laboratorio europeo para el diálogo y el reencuentro entre una fe amiga de la razón y una laicidad despojada de prejuicios antirreligiosos. Sería injusto decir que aquella saludable invitación ha caído en saco roto, porque ha existido un esfuerzo real por parte de muchas realidades de la Iglesia y también por parte de intelectuales señeros del mundo laico.
Pero los sucesos que nos ocupan demuestran cuánto camino falta por andar, y también el potencial destructivo de algunos aprendices de brujo que han llegado al poder municipal y autonómico hace justamente un año. Algunos están jugando con fuego. Y por eso es urgente fomentar una auténtica amistad cívica, una construcción común y una recíproca aceptación de las legítimas diferencias. En eso debemos estar, como católicos y como ciudadanos, sin olvidar que la protección del derecho a la libertad religiosa (que es siempre libertad de todos y para todos) debe ser una prioridad social y política en esta encrucijada histórica.