Los dos sacramentos más específicos del sacerdocio son el de la Eucaristía y el de la Penitencia o Reconciliación. Ya en el Catecismo Astete, el catecismo que estudié de niño y que tuvo una vigencia de varios siglos, se nos decía que la confesión o sacramento de la penitencia consta de “examen de conciencia, contrición de corazón, propósito de la enmienda, confesión de boca y satisfacción de obra”. El YouCat, el Catecismo para jóvenes de la Iglesia, en su número 232 nos recuerda esto y se nos dice: “Sin verdadero arrepentimiento, basado en una confesión de los labios, nadie puede ser absuelto de sus pecados”.
En el Credo confesamos nuestra fe en el perdón de los pecados, lo que significa que los cristianos debemos insistir no en el pecado, sino en la Buena Nueva de su perdón. Se trata por tanto de la reconciliación del cristiano pecador con Dios y con la Iglesia. El sacramento de la Penitencia tiene su origen por una parte en la experiencia de sentirnos pecadores, y por la otra en el convencimiento que el pecado puede ser superado, si hay verdadera conversión, por el poder del perdón de Dios transmitido por medio de Jesús a los sacerdotes de la Iglesia.
En consecuencia si queremos derrotar el pecado nuestro camino va a ser el de la fe, esperanza, y confianza en la misericordia de Dios, a través de la recepción del sacramento de la Penitencia, pues no es cristiano sólo hablar de pecado y culpa, sin hablar también de perdón y reconciliación, que es lo que hace que el Evangelio sea la Buena Noticia.
Experimentamos con dolor que no respondemos a lo que Cristo espera de nosotros, y que en lugar de dejarnos llevar por el espíritu de Cristo, una y otra vez seguimos el "espíritu de este mundo". Pero la misericordia de Dios es más grande que nuestras infidelidades, e incluso nos cansamos nosotros antes de pedir perdón, que Dios de perdonarnos, y cuando caemos en el pecado, Dios está siempre abierto a ofrecernos más posibilidades de conversión, gracias al sacramento de la penitencia. Pero para comprender este sacramento primero conviene comprender de qué realidad hemos sido o debemos ser perdonados. El pecado es fundamentalmente un rechazo y oposición a Dios, sea a Él directamente, sea también al hombre, ser creado “a imagen y semejanza de Dios” (Gen 1,26), porque “el que maltrata al pobre, injuria a su Hacedor” (Prov 14,31), e incluso a la creación entera, de la que no somos dueños, sino administradores.
El perdón, recordemos que es de iniciativa divina, proviniendo de su gracia el inicio de nuestra conversión, pues Dios nos llama a la salvación. En efecto en la Sagrada Escritura se nos dice que Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (Ez 33,11), estando Dios siempre preparado para buscar la oveja o la moneda perdida y recibir al hijo pródigo (Lc 15,1-32). Dios no nos guarda rencor por nuestras faltas. En las palabras y actos de Jesús encontramos el fundamento bíblico de esta convicción, expresada en episodios como el relato de la mujer adúltera (Jn 8,112) y el perdón de Jesús en la Cruz (Lc 23,34). En el asunto de nuestra salvación, Dios no es neutral, sino que está a favor nuestro, y hará todo lo posible, menos cargarse nuestra libertad, para llevarnos al cielo.
Como sacerdote me gusta confesar porque es un sacramento en el que se palpa cómo actúa la gracia divina y las maravillas que la conversión realiza en nosotros. Cuando dejamos actuar a Dios, vamos realizando una profunda transformación interior y podemos entender por qué el hombre es la “única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo” (GS 24). Y es que, si bien somos todos pecadores, somos capaces también de grandes frutos de santidad. Absolver y ayudar al penitente a progresar en la vida espiritual, es la tarea del sacerdote, lo que nos hace sentirnos muy directos colaboradores de Dios, sin olvidar esas magníficas palabras del final de la Epístola de Santiago: “Hermanos míos, si alguno de vosotros se desvía de la verdad y otro le convierte, sepa que quien convierte a un pecador de su extravío se salvará de la muerte y sepultará un sinfín de pecados” (Sant 5,19-20).