El viernes 13 de mayo, el Departamento de Educación y el Departamento de Justicia de los Estados Unidos emitieron una instrucción conjunta, que denominaron “guía importante”, para todos los distritos escolares públicos del país. La guía afirma que, para recibir subvenciones federales para educación, todas las escuelas públicas deben ofrecer servicios, vestuarios y “acceso igualitario” a todos los estudiantes según la identidad de género que declaren.
El gobierno federal ha ordenado que cuando un estudiante y sus padres comuniquen a la escuela que su “identidad de género” ha cambiado –si, por ejemplo, ha nacido niño pero se considera a sí mismo como niña–, la escuela debe tratarle en todo lo posible como una niña real. El gobierno declaró que al niño que diga que es una niña se le debe permitir cambiarse en los vestuarios de niñas, dormir en habitaciones de niñas durante las excursiones escolares y participar en los equipos deportivos de niñas.
Esta “guía” es profundamente alarmante. La actuación del gobierno es, simplemente, errónea. Es equivocado negar la diferencia fundamental entre hombres y mujeres y enseñar a los niños que nuestra identidad, en su misma esencia, es arbitraria y autodeterminada. Dios nos creó hombre y mujer, y directrices políticas como ésta niegan la belleza básica de la Creación de Dios.
Boecio, senador romano y filósofo cristiano del siglo VI, era un reputado crítico de las inquietantes tendencias que veía en la sociedad romana. En su clásica otra Consolación de la Filosofía, Boecio critica a esos espíritus perversos “que matan la rica y fructífera cosecha de la Razón con los dardos estériles de la Pasión. Acostumbran a los hombres a sus enfermedades mentales en vez de curarlas”.
Vivimos una época en la que la razón humana normal está siendo rápidamente sustituida por “los dardos estériles de la pasión”. Toda nuestra cultura ha sido sometida a una especie de tiranía sentimentalizada y relativizada de la tolerancia: criminalizamos y condenamos, cada vez con mayor rapidez, cualquier concepción de una política social razonable y ordenada. Tenemos la vaga sensación de que respaldar ciertos tipos de trastorno social y emocional –incluido el transgénero– es un mandato de la justicia o una victoria de los derechos civiles.
Pero las víctimas reales de nuestra cultura del relativismo son quienes sufren serios problemas y necesitan una ayuda compasiva. La confusión patológica sobre la propia identidad es una especie de enfermedad. Supone tremendas dificultades personales y emocionales. El transgenerismo clama por una asistencia compasiva. El Papa Francisco dice que “la aceptación de nuestros cuerpos como un regalo de Dios es vital” y que “la valoración del propio cuerpo en su femineidad o masculinidad es necesaria” para una auténtica libertad humana (cfr. Amoris Laetitia, n. 285).
Pero, como escribió Boecio, “acostumbramos a los hombres a sus enfermedades, en vez de curarles”.
Los hijos y los padres en situaciones tan difíciles merecen compasión, sensibilidad y respeto. La Iglesia continuará haciendo todos los esfuerzos para ayudar a quienes sufren disforia de género; de hecho, podemos mejorar de muchas formas nuestros esfuerzos al respecto. Pero la Iglesia no negará que Dios nos creó hombre y mujer. No confundiremos respeto y compasión con capitulación ante un engaño trágico. Nuestras escuelas católicas continuarán enseñando y viviendo la verdad, porque nos preocupan todos los estudiantes. Sólo podemos ayudar a los estudiantes a crecer en santidad cuando les ayudamos a vivir según la verdad. Seguiremos haciéndolo al coste que sea.
Las directrices de la administración Obama son un signo de la quiebra de nuestra cultura, de la pérdida de nuestro sentido del bien común, del bien individual, de la verdadera libertad, de los derechos auténticos y de la auténtica felicidad. El gobernador de Nebrasa, Peter Ricketts, destacaba a principios de esta semana que esa directiva es una especie de opinión coactiva y no goza de la autoridad de la ley. Es una forma de acoso y, en última instancia, un triste signo de hasta qué punto nos hemos desviado, de lo poco que la Buena Nueva del Evangelio infunde y perfila nuestra cultura.
Esta directiva es signo de una gran tragedia. Vivimos en una ateocracia: una sociedad determinada a eliminar todo vestigio del plan de Dios para la misericordia, la justicia y el bien. Vivimos en una sociedad atrapada por el mal del relativismo, para la cual supone una amenaza el crecimiento del hombre en esta vida y en la otra.
El Evangelio es una amenaza para las fuerzas de este mundo. Y en esas circunstancias, es una gran tentación para todos nosotros retirarnos a nuestra familia, a nuestra comunidad católica, a esos lugares donde creemos estar a salvo, lugares donde creemos poder evadirnos del mal en este mundo.
Pero justo enfrentándose a un mundo malo, Boecio escribió que “es tiempo de sanar, no de lamentarse”. Boecio tenía razón. Nuestra cultura necesita sanación. Las víctimas de la dictadura del relativismo –aquellas que resultan perjudicadas por la falsa compasión y la tolerancia con el mal– necesitan nuestra ayuda. Solo nosotros podemos ser los líderes que se mantenga firmes frente a la tormenta. El Señor nos llama a ese liderazgo, y también las víctimas de la cultura de la muerte.
Somos llamados a permanecer de pie justo ahora, y debemos comprometernos a llevar la misericordia sanadora de Jesucristo a este mundo. Y la lucha no es fácil. Probablemente no lucharemos como en el campo de batalla, entre espectaculares resplandores de gloria. Al revés, luchamos llamando a nuestra nación a Cristo, formando una cultura católica que atraiga a los demás a la verdadera libertad, y hablando, de corazón a corazón, a quienes necesitan la sanación de la Iglesia. Luchamos contra el mal rezando y esperando ganar para Jesucristo cada corazón, cada alma, cada vida, como misioneros y discípulos de la misericordia.
También de rodillas luchamos contra el mal. Luchamos contra el mal mediante la intercesión de la Santísima Virgen María. Luchamos contra el mal invocando a San Miguel Arcángel. Luchamos contra el mal consagrando nuestra nación al Sagrado Corazón de Jesús, fuente de la verdadera misericordia y de la verdadera paz.
Todos podemos leer los signos de los tiempos. Vivimos en medio de un gran desafío y de una gran tragedia. La gente real, que tanto nos preocupa, está gravemente herida por la infiltración del mal en el mundo. Sabemos que Cristo vencerá al final. Pero también sabemos con qué urgencia el mundo necesita a Cristo. Sólo en nuestras oraciones podemos confiar esta nación a Jesucristo –especialmente a su Sagrado Corazón-. Y sólo podemos escoger, en respuesta a la urgencia del momento, ser misioneros de Jesucristo activos, alegres y fieles, proclamando el Evangelio e invitando al mundo a misericordia.
Vivimos una hora grave y seria en la historia. Pero ahora es tiempo de sanación, no de lamentaciones.
Traducción de Carmelo López-Arias.