Quienes, estos domingos, hayan asistido a Misa habrán podido escuchar una lectura continuada de un trozo del Evangelio de san Juan (cp. 6), llamado el «discurso del Pan de Vida». Este pasaje pone ante el centro de la fe y de la vida cristiana, ante Cristo, Pan vivo bajado del Cielo para que tengamos vida, vivamos en el Amor, que es Dios y permanece para siempre. Esto acontece en la Eucaristía, ahí está todo. Hay una canción popular muy española que lo expresa con toda hondura y belleza: «Cantemos al Amor de los amores, cantemos al Señor. ¡Dios está aquí! ¡Venid!».
«¡Dios está aquí!». Verdaderamente Dios está ahí, porque Jesucristo es el Enmanuel, desde su Encarnación hasta el fin de los tiempos, el Pan bajado del cielo. ¡Es Dios-con-los-hombres que los hace partícipes de su vida y los lanza al mundo para anunciarle la buena noticia que en él acontece: Dios con los hombres y para los hombres! En la Eucaristía, en efecto, se celebra el sacramento que actualiza el sacrificio universal de Cristo, destinado a redimir, salvar y liberar a todos los hombres del poder del pecado y de la muerte. A fin de que guardásemos por siempre jamás en nosotros la memoria de tan gran beneficio, dejó a los fieles bajo la apariencia de pan y de vino, su Cuerpo, para que fuese nuestro alimento, para el duro y largo camino de la vida, superior siempre a nuestras pobres y débiles fuerzas.
En el pan de la Eucaristía se entrega la misma carne de Cristo para la vida del mundo; se da el don de Cristo, se da al mismo Cristo que ha venido para que tengamos vida, y su vida sea nuestra vida. La Eucaristía, el Pan eucarístico, consuma del modo más pleno la incorporación del hombre a Cristo y por eso constituye el culmen de toda la vida de la Iglesia. La Eucaristía hace a la Iglesia. No hay Iglesia sin Eucaristía. Y quienes reciben la Eucaristía se unen más estrechamente a Cristo. Cuando Cristo, habiendo amado a los suyos hasta el extremo, entrega el Pan a los Apóstoles, dice: «Tomad y comed porque esto es mi Cuerpo que se entrega por vosotros».
La Eucaristía impulsa a promover la dignidad inalienable de todo ser humano por medio de la justicia, la paz y la concordia. Es la Eucaristía la gran escuela del amor fraterno. Quienes comparten el pan eucarístico no pueden ser insensibles ante las necesidades de los demás, sino que deben comprometerse en construir todos juntos, a través de las obras, la civilización del amor. La Eucaristía conduce a vivir como hermanos; reconcilia y une; no cesa de enseñar a los hombres el secreto de las relaciones entre los hombres y la importancia de una moral fundada sobre «la verdad en la caridad» (título de la Encíclica social de Benedicto XVI); impulsa a dar primacía al amor por encima de todo; las obras de caridad no son algo añadido y ocasional, sino exigencia de este Misterio que ha de llevar a compartir el pan eucarístico y el pan de cada día que Dios ha puesto en la mesa de los hombres. Ella entraña un compromiso en favor de los demás, de los pobres y los que sufren. Ahí está la vida eterna, a partir de ahí se puede vivir ya como se vivirá en el cielo: del amor que permanecerá por los siglos de los siglos.
¿Para qué sacerdotes? Sencillamente para esto: para la Eucaristía. ¿Para qué la Misa? Para vivir vida plena en el amor, para que sea posible una nueva «civilización del amor», nacida de Dios, arraigada en Él, que es Amor.