Celebramos el domingo la fiesta de Corpus Christi. Un día lleno de gozo y que, en tantas partes, se celebra justamente con un grandísimo esplendor. El esplendor del Corpus es la señal inequívoca de la grandeza del porqué de este día. Celebramos el misterio del Cuerpo del Señor: el mismo que estuvo nueve meses y se gestó, desde el primer instante de su ser humano natural como Dios y hombre verdadero, en el seno virginal de su Santísima Madre, la Virgen María, por obra del Espíritu Santo. El mismo Cuerpo que fue dado a luz por su Madre en Belén, y fue cuidado en su crecimiento. El mismo que nos fue entregado, llevando hasta el extremo su amor por nosotros, en la última Cena, en Jerusalén, anticipando y al mismo tiempo perpetuando de manera irrevocable y para siempre, el sacrifi cio de la Cruz en la que Jesús, en un verdadero derroche de amor sin término e inédito hasta entonces, para cumplir la voluntad del Padre dio su vida por los hombres. El mismo Cuerpo que está junto a Dios en la gloria del cielo, Señor de cielo y tierra, con las llagas y el costado abierto intercediendo por los hombres y dándose a los hombres para que Él esté en nosotros, nosotros en Él, tengamos su misma vida y amemos con el mismo amor con que Él nos ha amado hasta el extremo. Es el Cuerpo eucarístico, en el que Dios nos bendice con toda suerte de bienes espirituales y celestiales para que seamos santos y sin mancha, seamos uno, y renovemos el mundo por el amor, por la caridad, vínculo de la unidad consumada, que hace posible Dios que es Amor. Porque en ese Cuerpo, en el Pan de la Bendición, que se lleva en el bello ostensorio, está Dios. Dios está ahí y nos bendice; la Eucaristía, el Cuerpo Eucarístico de Cristo es la bendición de Dios, su gran don, en el que está y nos lo da todo, y, por tanto también el futuro para el hombre. En el Cuerpo y en la Sangre, en Cristo mismo en persona, realmente presente en el sacramento eucarístico, Dios nos ha bendecido con su amor misericordioso, que nos abre las entrañas del alma para que sepamos volver la mirada al Padre, para que aprendamos a acoger su misericordia y hacerla carne de nuestra carne, por el Espíritu, y a vivir con la dignidad de los hijos de Dios. En el Cuerpo y la Sangre de Cristo, en el Sacramento del altar, el Emmanuel, el Dios con nosotros está aquí, vivo, entregado por nosotros, resucitado.
Es el «sí» de Dios al hombre irrevocable y para siempre. Ese «sí» de Dios al hombre, que es Cristo, se nos ofrece con una plenitud y proximidad sumas todos los días de nuestra peregrinación en este mundo en el Sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, como un maravilloso y divino viático. «Esto es mi Cuerpo que se entrega por nosotros. Haced esto en memoria mía. Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi Sangre. Haced esto, cada vez que lo bebáis, en memoria mía». Un «sí» bendito que nos recordamos, y se lo recordamos a todo hombre de buena voluntad con la profesión de fe eucarística y el júbilo de nuestra liturgia en esta fiesta de toda la Iglesia, vivida y celebrada como un instrumento excepcional para la veneración y adoración de Jesucristo Sacramentado en la que por ello muestra y proclama que su vocación y misión consiste en la adoración, de la que brota y es inseparable el servicio pleno, integral y salvífico al hombre, al que ya no podemos conocer, ni tratar sino como a un hermano. Es el amor infinito de Dios, la clave para comprender lo que se nos da, y lo que la Iglesia celebra en la Eucaristía. Lo que ya se anticipa en la multiplicación de los panes, en la que nos muestra sus entrañas de misericordia, las mismas del Padre que está en los cielos.
Esa multiplicación no es sino anticipo del milagro más portentoso, y ya definitiva, de la mesa de su Cuerpo y de su Sangre, ofrecidos al Padre en el sacrifi cio de la Cruz por nosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados, y que se perpetúa para siempre en la mesa y el altar de la Eucaristía. Una «mesa» en la que Cristo se da al hombre totalmente, como el amigo que nos ama al máximo dando su vida por nosotros. Que nosotros hagamos lo mismo. ¡Qué resonancias tan grandes, tan hermosas, tan prometedoras, nos evoca el Cuerpo de Cristo en la situación tan difícil que atravesamos, tan necesitados del Amor, del Amor que es Dios, de Dios mismo, que se nos da en la Eucaristía para que lo hagamos llegar y compartir con los demás!
© La Razón