La auténtica conversión, tal como la entiende Jesús, se da cuando el hombre no confía en sí mismo, ni quiere conseguir la salvación por sus propias fuerzas, sino que pone su confianza en un Dios que sabemos quiere perdonarnos.
El primer acto de nuestra conversión es la toma de conciencia de la santidad de Dios, con quien estamos destinados a estar en relación por nuestra condición de miembros de su pueblo santo, relación comprometida sin embargo por nuestros pecados. Esta toma de conciencia puede realizarse de varios modos: el hijo pródigo, llegado al grado más bajo de desamparo y humillación "entra en sí mismo" (Lc 15,17). Otras veces será la palabra profética, es decir de un portavoz de Dios, el que origine esta toma de conciencia. La conversión será por tanto un acto de la inteligencia iluminada por la gracia, que toma la decisión de realizar la voluntad de Dios y sus mandamientos, y en especial el del amor.
Aunque los Sinópticos se refieren sobre todo a la primera conversión, lo dicho es válido para cualquier conversión. Se habla de la puerta estrecha y de la cizaña que crece en el campo (cf. Mt 7,1314; 13,36-43), si bien no tenemos la impresión que el Nuevo Testamento tenga por frecuente que el cristiano viva, pese a sus faltas, separado del Señor. Ser cristiano supone una aspiración a la santidad como ideal nunca del todo alcanzable, pero sabiendo que Dios nos ama más de lo que podamos imaginar.
Para Jesús la conversión consiste en el cambio del corazón, y es algo esencialmente interior, aunque puede tener y tiene expresiones externas (Mt 7,15-20; Mc 7,16-23). Se funda sobre todo en la bondad de Dios y en el deseo de participar en el amor sobrenatural de la vida trinitaria. Jesús invita a la conversión no sólo a los publicanos y prostitutas, que permanecían al margen de la comunidad salvífica, sino también a los fariseos y personas ricas observantes de la Ley. Jesús sitúa a todo hombre, bueno o delincuente, ante la necesidad de convertirse al Reino de Dios (Mt 10,39; Mc 8,35; Lc 17,33).
Esta conversión tan total es una tarea que supone la gracia. La conversión se realiza por la fe, que responde a la llamada de Dios, no debiéndonos olvidar que Dios actúa en cada uno de los pasos que da el hombre en su retorno hacia Él. La conversión es sobre todo un sí a la persona de Jesucristo, a sus hechos y doctrinas, reconociendo su mesianidad y filiación divina. Los caminos para encontrarnos con Dios son, como dijo el cardenal Ratzinger, tantos como personas, si bien la Iglesia y los sacramentos son lugares privilegiados para el encuentro con Dios.
La conversión caracteriza la vida cristiana; aunque somos pecadores, secundamos la gracia que nos lleva hacia el Padre; es también sentirse en comunión con Cristo para realizar su voluntad, purificándonos de los pecados, y progresando en su seguimiento hasta sentirnos plenamente comprometidos al servicio del amor. Dado además que nuestra santificación se realiza en la Iglesia, la conversión supone la superación del propio aislamiento y una mayor participación en la vida eclesial.
Por todo ello conversión y penitencia son para nosotros motivo de alegría, pues hemos encontrado algo por lo que vale la pena entregarlo todo, como nos indican las parábolas del tesoro y de la perla (Mt 13,44-46). Para Jesús la alegría es parte integrante de la conversión y habla en este sentido de banquetes de boda, de vestidos nupciales, de júbilo que se manifiesta incluso en el cielo cuando un pecador se convierte (Lc 15,7). Esta relación entre penitencia, conversión, fe y alegría es lógica si recordamos que el evangelio es precisamente buena noticia, esperanza y mensaje de salvación.