En estos momentos en que estamos viendo cómo se intenta, digámoslo claramente, corromper a nuestros adolescentes y jóvenes enseñándoles barbaridades como la ideología de género o que el gran objetivo de la sexualidad y de la vida es el placer y negándoles el valor del esfuerzo, creo que tenemos una gran tarea que realizar en la educación de nuestros jóvenes.
 
Para ello se requiere la educación de la mente y de la voluntad en los valores espirituales cristianos, e insisto en lo de cristianos porque indudablemente quien cree que todo termina con la muerte no puede inculcar valores serios. Para que quede claro, si todo termina con la muerte, prefiero ser etarra a víctima de ETA. Pero, por el contrario, si como creemos «Dios es amor» (1 Jn 4,8), y todo amor auténtico proviene de Dios, lo que es pecado nunca podrá ser amor verdadero, pues es Dios quien nos enseña a amar. El adolescente debe entender qué es el amor y qué no lo es, pues el amor sirve para madurar, y es imposible madurar sin espíritu de sacrificio. El ser humano no llega a su pleno desarrollo, si el amor a Dios y al prójimo no tiene cada día mayor lugar en su corazón. Cristo es para nosotros un modelo de vocación, pues supo realizar plenamente su humanidad. Quien es limpio de corazón y practica la pureza, tiene una personalidad con una riqueza interior que le permite ir contra corriente dominando sus instintos, por lo que sabe caminar en la dirección de la verdadera amistad y de la salud moral, siendo así capaz de amar a Dios y al prójimo, respetar los derechos de los demás y poner frenos a su egoísmo.
 
Es indudable que la sociedad actual está sufriendo profundas transformaciones, transformaciones que afectan de modo particular a los jóvenes, también ellos en proceso de cambio y maduración. Hay que luchar ante todo contra el pesimismo que nos dice que vivimos en un mundo injusto, en el que una persona por sí sola nada puede cambiar. Esto no es verdad, porque la renovación y mejora del mundo empieza por la renovación y mejora de cada uno. Recuerdo a este respecto una anécdota del beato Juan XXIII, siendo nuncio en París. Al embajador de Bélgica que le decía que el mundo estaba muy mal y lleno de corrupción, le respondió: «Tiene Vd. razón, pero para mejorarlo vamos a hacer una cosa. Vamos Vd. y yo a ser dos buenas personas, y así habrá dos corruptos menos».  Cada generación debe aportar nuevos impulsos y la voluntad de mejorar lo ya establecido. De jóvenes pasivos, desilusionados, tristes, no podemos esperar iniciativas para el mejoramiento de la sociedad. Estos jóvenes son además fácilmente manipulables por los adversarios de la libertad.
 
Para que las transformaciones de la sociedad sean positivas está claro que hay que darse cuenta del poder destructor del odio y, por el contrario, de la fuerza liberadora del amor. Hay que poner al joven en condiciones de poder alcanzar la libertad y la autorresponsabilidad, enseñándole que la vida tiene sentido y que debe ser vivida, como nos manda san Pablo (Filipenses 4,4), con alegría y esperanza, utilizando su capacidad de reflexión para desarrollar correctamente el sentido crítico. Su reflexión se ve ayudada si profundiza en su vida interior, si es capaz de enfrentarse consigo mismo y orientarse correctamente entre los diversos valores que se le ofrecen. En especial, es muy importante que sepa desarrollar su fuerza de voluntad, para mandar en sí mismo y no ser juguete de sus pasiones ni de los demás.
 
Para conseguir estos objetivos, se ha de insistir en la importancia del sacrificio, de la reflexión y de la generosidad, que no es otra cosa sino la apertura hacia Dios y hacia los otros. Es muy conveniente también una oración reflexiva, basada especialmente en los evangelios, donde tantas personas han encontrado inspiración y ayuda para sus problemas, mientras su inclinación hacia la amistad le puede llevar a profundizar en sus relaciones con Cristo e igualmente a ayudar a sus compañeros y a realizar obras de misericordia.
 
Éste es un período en el que muchos adolescentes se apartan de la Iglesia por sus problemas sexuales, por las dificultades que encuentran en sí mismos o en el ambiente, debido a los intentos de vivir más cómodamente, por sus dudas de fe mal o simplemente no resueltas, pero es también un período en el que muchos interiorizan y personalizan su fe. Desde luego no tenemos que dejar llevar por el pesimismo cuando pensamos cómo son nuestros jóvenes. Entre mis alumnos sólo una pequeña minoría dejaba bastante que desear, e incluso en unos cuantos casos, aproximadamente la mitad, era a los padres a quienes había que echar de comer aparte. En cambio recuerdo que una madre me decía: «Los adolescentes y jóvenes son nuestros hijos y yo estoy muy contenta de los míos», y puedo decir que la gran mayoría de mis alumnos eran unos chicos y chicas encantadores, impresión que acabo de reforzar pues acabo de llegar de la manifestación de Madrid y en ella había miles y miles de adolescentes y jóvenes, bien lejos de los intentos de corrupción contra ellos, y que han contribuido muchísimo a dar un tono festivo y alegre a la defensa de la vida  La educación religiosa y en valores que valen la pena deberá tener en cuenta y estar en relación con los problemas personales afectivos, sociales y científicos de nuestros muchachos, de modo que la religión les sirva de ayuda en sus problemas y el amor aparezca en su auténtico aspecto de valor supremo de la vida: «Si no tengo amor, nada soy» (1 Cor 13,2).