Hace unos días estaba practicando unos de los deportes más populares en la actualidad, el zapping. Pasé por un programa en que tres o cuatro panelistas estables conversan sobre temas valóricos con un invitado, esta vez una senadora, quien hizo una aclaración: a ella no le interesan los temas valóricos; cuando decidió participar en política lo hizo animada por la intención de ayudar a superar la pobreza, pero por su calidad de mujer solía ser asociada a temas valóricos y se acostumbró a hacerles el quite. Terminó agregando que estudió en un colegio liberal y que, tal vez por eso, no le asignaba a estos temas mucha importancia y se sentía ajena a los escándalos que algunos levantan a propósito de ellos.
No continué mirando el programa. Sin embargo, paradójicamente, me quedé reflexionando sobre lo que escuché.La primera reflexión es que todo parlamentario tiene el deber de pronunciarse sobre asuntos valóricos cuando es consultado al respecto, le guste o no. Más allá de cuáles sean los temas de su preferencia, los ciudadanos tenemos el derecho –y el deber– de conocer qué piensan nuestros legisladores sobre, por ejemplo, la regulación del matrimonio o la protección de la vida de quien está por nacer, al menor por dos razones. Una, porque sus ideas se plasman tarde o temprano en leyes que afectan nuestras vidas personales en ámbitos tremendamente sensibles. Dos, porque las leyes contribuyen a forjar el nivel moral de la sociedad debido a que las personas, especialmente las de menor preparación intelectual, tienden a asociar, sin cuestionarse demasiado, “lo legal” con “lo moral” o “lo bueno”. De este modo, los legisladores pasan a ser algo así como “dioses”, “conocedores (en el sentido de 'quienes determinan') del bien y del mal”. Es que la sabiduría popular entiende por sentido común que las autoridades temporales son una derivación de la Autoridad Divina y que quienes detentan el poder político “no tendrían ningún poder sobre nosotros si no les hubiera sido dado de lo Alto” (cf. Jn 19, 11).
Una segunda reflexión se refiere a la relación entre la importancia de la superación de la pobreza y la importancia de los temas valóricos. Muchos políticos dicen estar animados por el afán de ayudar a los más pobres a salir de su situación, y en principio no hay por qué no creerles. En su lógica, la superación de la pobreza es más importante que, por ejemplo, la protección de la familia o la educación del pueblo a través de las leyes. El trasfondo de esta lógica es que los bienes temporales son más importantes que los bienes espirituales.
Para enfocar este asunto nos resulta útil recurrir a una vieja distinción. El hombre se juega la felicidad a través de la elección de tres tipos de bienes: los honestos –aquellos que buscamos por sí mismos y que nos convienen de acuerdo con nuestra naturaleza–; los útiles –aquellos que constituyen un medio para el logro de un fin o bien honesto–; y los deleitables –consisten en la satisfacción o placer generado por la obtención de un fin–. Cabe agregar que el placer puede provenir de la obtención de un bien honesto como de la satisfacción de los sentidos; el primero es de por sí ordenado y conducente a la felicidad, en cambio el segundo, cuando consiste en la mera satisfacción de los sentidos, se opone a la honestidad. Finalmente, el bien útil puede estar dirigido tanto a un bien honesto como a un bien deleitable, es decir, a la verdadera felicidad humana como al placer.
Pues bien, la superación de la pobreza permite a las personas obtener los bienes necesarios para su bienestar. En sí mismos, los bienes materiales y el bienestar que generan son un medio –bien útil– para la realización espiritual –bien honesto–. ¿Quién puede pensar, rezar o disfrutar de la belleza si tiene el estómago vacío? Obviamente los bienes materiales generan placer a los sentidos –bien deleitable–, el que a su vez puede subordinarse a la realización espiritual como también perder esa subordinación, lo cual ocurre cuando se transforma en un fin en sí mismo.
Suele ocurrir en los países desarrollados que el bienestar material está asociado a vidas solitarias, centradas en el consumo facilitado por una economía opulenta y en la vivencia de un autonomía desligada de toda responsabilidad con el cónyuge, la familia, la patria, la cultura, los otros en general y, en definitiva, del yo auténtico (el ser espiritual y no sólo corpóreo que somos). ¿Qué sentido tiene entonces la riqueza? Esas sociedades han superado la pobreza ¿para qué? Disfrutan de la abundancia de bienes útiles pero sólo para deleitar los sentidos y se han olvidado de los bienes honestos. Son países ricos, pero en el fondo no son más que pobres países.
¿Qué sociedad aspiramos a ser? Señora senadora, con todo respeto, si agotamos nuestras fuerzas en la lucha por la superación de la pobreza dejando a un lado los “temas valóricos”, habremos equivocado el rumbo. En el mejor de los casos seremos sólo otro país en que sus habitantes tienen “los bolsillos llenos pero las almas vacías”, como dijo una vez un político que entendía el problema de fondo.
Tercera reflexión: algunos de los políticos que más preocupación y energía ponen en los temas valóricos… ¡lo hacen para destruir los verdaderos valores! Trabajan sin descanso para romper la subordinación de los bienes útiles a los bienes honestos para ponerlos al servicio de bienes deleitables. Por ejemplo, el sexo –bien útil– ya no debe estar subordinado a la reproducción y al fortalecimiento de la unión de la pareja conyugal –bienes honestos– sino que es un mero medio para la generación de placer. Por eso, el Estado debe proporcionar las herramientas que permitan practicar un sexo seguro y, en caso de que la seguridad falle, neutralicen los efectos indeseados. Es que los hijos de las tinieblas son más astutos que los hijos de la luz.
Superar la pobreza, sí, pero para aspirar a los bienes verdaderos, aquellos en que el alma humana encuentra su realización. Si descuidamos los “temas valóricos”, cuando superemos la pobreza habremos perdido como sociedad los bienes que realmente merecen nuestro esfuerzo.