A los seres humanos nos obliga el deber de preservar la Creación que nos ha sido confiada por Dios y que, al final de los tiempos, habrá de encontrar su plenitud. Somos titulares de un “dominio justo” sobre ella; y ese dominio, para ser justo, tiene que estar regido por las obligaciones de respeto venerable que merece toda obra salida de las manos de Dios.
Pero este “dominio justo” que el hombre ejerce sobre la Creación ha sido adulterado por ideologías en apariencia antípodas pero íntimamente complementarias que, tras romper esa relación privilegiada que une al hombre con la Creación, acaban encumbrándola en un altar o, por el contrario, expoliándola. En su encíclica Caritas in Veritate, Benedicto XVI nos advertía contra el peligro de estas ideologías sombrías, que crean “graves antinomias” en el pensamiento, haciendo añicos nuestra capacidad de discernimiento moral. La ideología actúa siempre del mismo modo: primero atomiza nuestra visión abarcadora del cosmos; y, a continuación, con los fragmentos resultantes de la atomización, levanta torres de Babel sin cimientos. Una prueba evidente y desconsoladora de esta devastación ideológica la observamos en la histeria creada por el llamado “cambio climático”.
Primeramente, se rompen los lazos hondos entre hombre y naturaleza, impidiendo que los seres humanos puedan leer en el libro de la naturaleza la encomienda que han recibido. Los hombres dejan así de ver en la Creación la mano de Dios; y entonces, inevitablemente, deciden que, o bien la naturaleza debe estar sometida a la mano humana, o bien consideran que la naturaleza es el mismísimo Dios. Una persona que lee correctamente el libro de la naturaleza cobra conciencia de su lugar en el mundo; descubre que ese don le ha sido confiado y que, por lo tanto, ha recibido el encargo de ejercer sobre él un dominio justo que, básicamente, consiste en sacarle fruto sin esquilmarlo. La ideología, al impedir al hombre leer el libro de la naturaleza, convierte ese don precioso en un “organismo ajeno” que se puede cosificar o, por el contrario, elevar fanáticamente a altares de adoración; actitudes ambas que arrebatan al hombre la posibilidad de ejercer un “dominio justo” sobre la Creación, porque niegan que el hombre sea depositario de una encomienda divina.
Durante siglos, la ideología inspiró una actuación desaprensiva ante la Creación: el progreso –que no era sino el traje lustroso con que la avaricia se disfrazó, para justificar sus abusos– parecía justificar la explotación sin tasa de los recursos naturales. Más tarde, la ideología inspiró un culto maniático a la naturaleza, una especie de culto panteísta; y frente a la diosa Naturaleza nos hallábamos los abyectos seres humanos, convertidos en parásitos sobre los que pueden ejercerse todo tipo de medidas aberrantes, empezando por el control de natalidad y terminando por la suplantación de nuestras formas de vida seculares, según diseños urdidos por ingenieros sociales al servicio de la plutocracia. Esta consideración denigrante del ser humano es la que se oculta detrás de las hipótesis que defienden el origen antrópico del cambio climático.
Los adoradores maniáticos de la naturaleza (en realidad, lacayos al servicio de intereses plutocráticos) nos anuncian los efectos devastadores del cambio climático; los despreciadores maniáticos de la naturaleza se burlan chulescamente de tales predicciones agoreras. Pero, a poco que uno rasca, descubre que unos y otros se parecen muchísimo más de lo que ellos mismos podrían sospechar, puesto que todos niegan –o simplemente no ven, ofuscados por una misma bruma– el lugar que al hombre le corresponde dentro del orden natural, que no es el de estar por encima ni por debajo de la naturaleza, sino al frente. Claro que, para estar al frente, hay que ser primeramente conscientes de la misión que nos ha sido encomendada. Es la conciencia de esa encomienda –que religa al hombre con la naturaleza– es la que falta en las construcciones ideológicas en liza, que niegan al comendador; esto es, a Dios.
Publicado en la revista Misión.