Entre las cosas que más traban el camino de la Iglesia destaca hoy la proliferación de contraposiciones estériles: carisma e institución, doctrina y pastoral, piedad y teología, testimonio y debate cultural, anuncio y dimensión social de la fe… la lista se hace interminable y fatigosa. Una de ellas, aplicada últimamente con bastante superficialidad al perfil de los obispos, es la que opone altura teológica y cercanía al pueblo.
La insistencia del Papa Francisco sobre la necesidad de que el obispo sea cercano a la gente, más aún, que viva inmerso en la experiencia de fe de su pueblo, es absolutamente pertinente, hoy más todavía. Lo que no tiene ningún sentido es pensar que la capacitación teológica sea un impedimento para la cercanía con la gente o para el coraje misionero. La historia entera de la Iglesia demuestra que muchos grandes pastores (por su santidad, su testimonio y capacidad de guiar al pueblo) han sido también grandes teólogos, y no por casualidad. Figuras como San Agustín, San Atanasio o San León Magno ponen de manifiesto que la sabiduría teológica no es ningún freno para la fibra pastoral, sino parte esencial de su alimento. Y no es algo circunscrito a los primeros siglos, como demuestran otras figuras posteriores como San Roberto Belarmino o San Francisco de Sales. Para no irnos lejos ni en el espacio ni en el tiempo podemos evocar a nuestro recordado cardenal Fernando Sebastián, clave de la reciente historia eclesial española.
Por supuesto, el obispo no tiene por qué ser una cumbre de la teología, y en cada circunstancia geográfica e histórica debe primar uno u otro aspecto en función de las urgencias y necesidades pastorales. En todo caso existe una unidad más profunda de lo que parece entre aspectos que tienden a disociarse con demasiada frivolidad. Recuerdo la ironía de Benedicto XVI sobre los estereotipos que hacen de él una especie de profesor metido en su mundo y abstraído de las vicisitudes históricas, y del papa Francisco un espléndido cura de parroquia sin calado doctrinal y teológico. Ambas imágenes son patéticas por su falsedad, pero reconozcamos que, por desgracia, han hecho fortuna en algunos ambientes.
El obispo es maestro de la fe, administrador de la gracia sacramental y guía para su pueblo, tres misiones inseparables entre sí. Es también, aunque no sea lo sustancial, la voz y el rostro visible que representa muchas veces a la Iglesia en la plaza pública de la ciudad secularizada, y por tanto se le exige una capacidad cultural a la altura de este desafío. Estos días ha sido noticia el nombramiento del cardenal filipino Luis Antonio Tagle como prefecto de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, y se ha ponderado su capacidad de comunicación cara a cara, su simpatía natural y la sencillez de su predicación popular; lo que no se ha subrayado es que Tagle fue miembro de la Comisión Teológica Internacional que entonces presidía Joseph Ratzinger. Un caso en cierto modo inverso lo encontramos en el cardenal Marc Ouellet: nadie le discute su altura teológica pero pocos recuerdan su bravura pastoral en la secularizada diócesis de Quebec. La paz de la Iglesia y su camino misionero demandan que arrojemos las contraposiciones y las caricaturas fuera de nuestra mente… y de nuestros papeles.
Publicado en Alfa y Omega.