Hay un sentimiento en el ambiente cultural, social o incluso religioso donde se ha puesto de moda el “buenismo” (todo es bueno y no existe nada malo). Es un grave error que lleva a la falta de realismo. El pecado, por mucho que se le quiera eliminar, existe. Basta reflexionar sobre los Diez Mandamientos de la Ley de Dios. Es el mejor examen, que la razón -como iluminadora existencial- no puede marginar.
Dios no se contradice a Sí mismo, todo lo contrario, Él muestra lo verdadero y auténtico que ha impreso en el corazón humano. Ahora bien, como sucede muchas veces, el ser humano se desvía del camino y busca otros senderos creyendo que así es más libre. Por el contrario, lo único que encuentra es la esclavitud de sus propios caprichos o vicios, que le atan. Y como quiere justificarse, comienza reafirmándose y creyendo más en sí mismo que en Dios, y busca la alternativa afirmando que el pecado no existe, que es algo del pasado oscuro, y así va dando tumbos racionalistas que le llevan al vaciamiento interior. No encuentra salida y se desespera, o más bien entra en una honda depresión anímica y psicológica, porque la tiniebla nunca será luz.
Me hace gracia cuando oigo decir que Dios no es un juez y es “tan bueno” que siempre acoge a todos por igual. ¿Qué sucedería en un centro educativo si el profesor, a todos los alumnos, les diera la mejor nota aunque muchos hubieran adquirido menores calificaciones e incluso otros hubieran suspendido? Nos echaríamos las manos a la cabeza y diríamos que es un mal profesor y que mejor es que dejara su cátedra para otro. ¿O que un médico, por tramposo, cayera en no examinar y dictaminar si el paciente está enfermo o sano? Nos sentiríamos horrorizados al ser informados de tal despropósito y falta de profesionalidad.
Los buenistas dirían que no pasa nada, pues, total, todos somos buenos, puesto que todos somos iguales, y todos merecemos lo mismo.
Pues eso es lo que se quiere afirmar, en contra de los buenistas, cuando se dice que Dios es un Juez que, al final de la vida, nos examinará y dictaminará. Las reacciones y las caras del buenismo cambian de postura, con las facciones horrorizadas: “Pero ¿cómo va condenar Dios?”. Y añaden: “Eso era antes, cuando se vivía un cristianismo del miedo”. Pero no caen en la cuenta de que Dios no es el que condena sino el que examina y dictamina. El que suspende no es el profesor, es el alumno; el que está enfermo siempre lo estará, aun cuando el médico no le haya atendido. El mejor maestro o el mejor médico es el que examina y dictamina. Pues ese es Dios. Al atardecer de la vida nos examinarán del amor realizado o del amor no realizado. Las consecuencias nos las expresa el evangelio: “Yo soy la Resurrección y la Vida; el que cree en mí, aunque hubiera muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre” (Jn 11, 25-26).
La enseñanza de la Iglesia nos la explica muy bien el Catecismo de la Iglesia Católica: “No podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra Él, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos: 'El que no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un homicida; y sabéis que ningún homicida tiene en sí la vida eterna' (1 Jn 3, 15). Nuestro Señor nos advierte de que estaremos separados de Él si omitimos socorrer las necesidades de los pobres y de los pequeños que son sus hermanos (cf. Mt 25, 31-46). Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno” (nº 1033).
Dios no predestina a nadie al infierno. Cada uno somos responsables de aquello que vivimos y realizamos. Por lo tanto el que examina no es responsable del mal resultado del examinado. Es el alumno que, ante el examen del maestro, responde para bien y aprueba o se excluye de aprobar realizando un mal examen.
Publicado en Iglesia Navarra.