El Papa sabio, un Padre de la Iglesia, uno de los grandes teólogos de la historia… Todos estos calificativos se han aplicado a Benedicto XVI al tiempo que se resaltaban sus libros, sus discursos o sus homilías. Algunos de estos textos son una brújula indispensable para la comprensión de la historia, así como de la cultura de la modernidad y la posmodernidad.
Eligió con acierto el nombre de Benedicto, pues son evidentes sus afinidades con Benito de Nursia, el santo que podría ser calificado de último romano y primer europeo. Las referencias medievales siempre fueron vistas con desdén por la Ilustración del siglo XVIII y sus continuadores, pero Benedicto XVI supo siempre mostrar la verdadera esencia de una edad histórica y una cultura que algunos quisieron reducir al tópico de una “edad oscura”. De ahí mi recomendación de la lectura del discurso pronunciado por el pontífice en el Colegio de los Bernardinos de París el 12 de septiembre de 2008.
En un lugar habitado por monjes cistercienses durante la edad media y convertido en un espacio religioso-cultural por el recordado cardenal Jean Marie Lustiger, el papa Ratzinger reflexionó sobre el origen de la teología occidental y las raíces de la cultura europea. Por lo demás, no lejos del colegio de los Bernardinos se alza Notre Dame de París, evocada en una difundida novela de Víctor Hugo. Uno de sus protagonistas, el clérigo Claudio Frollo, que no parece vivir de acuerdo con su fe, asegura que la imprenta, inventada en el siglo en que transcurre su existencia, terminará matando a la catedral. Hugo parece apuntar al triunfo de la razón sobre el poder de la Iglesia y, en definitiva, sobre la religión cristiana, que no dejaría de ser una antigualla arrumbada por la marcha inexorable del progreso técnico.
Entre el auditorio que escuchaba a Benedicto XVI había destacados representantes de la Quinta República, incluyendo ex presidentes como Giscard y Chirac, y en general representantes de una cultura profundamente enraizada en la Ilustración. No parecía tener mucho sentido hablarles de la edad media y de los monjes de aquella época. Con todo, el Papa recordó a sus oyentes la gran fractura cultural que supuso la caída del Imperio romano de Occidente, las migraciones ligadas a las invasiones y la formación de nuevos estados. En esos momentos críticos los monasterios fueron los lugares en que sobrevivió la vieja cultura y se fue gestando una nueva, aunque en la intención de los monjes no había expresamente ningún propósito cultural. El propósito de aquellos religiosos era Quarere Deum [Buscar a Dios]. Sin embargo, no se trataba de una finalidad genérica o abstracta. Benedicto XVI subrayó que el camino de la búsqueda era a través de la Palabra de Dios, de los libros de las Sagradas Escrituras.
El benedictino Jean Leclerc, citado por el Papa en el discurso, supo expresarlo en esta brillante síntesis: “Amor por las letras y deseo de Dios”. Cuando leí este pasaje, tuve muy claro que Claudio Frollo, es decir, Víctor Hugo, se había equivocado en su pronóstico: la imprenta, y menos aún los manuscritos medievales, no mató a la catedral, ni amenazó la existencia del cristianismo. La edad media cristiana no separó drásticamente la razón de la fe, tal y como hizo la modernidad.
Como bien recordaba el Papa, “el deseo de Dios, el amor a Dios incluye el amor a las letras, el amor por la palabra”. El auténtico cristianismo no separa las ciencias profanas de las religiosas. Las ciencias profanas, en opinión del pontífice, resultan importantes precisamente por esa búsqueda de Dios emprendida por el hombre. Muchos cristianos no pueden admitir esta drástica separación, que nos ha acompañado en los últimos siglos y que no solo ha perjudicado a la fe sino también a la razón.
Me viene el recuerdo de una escritora francesa del siglo XX, Marie Noel, autora de inspirados poemas, y que en una carta a su director espiritual expresaba que no quería elegir entre Montmartre y Montparnasse. El primero, el monte de los mártires, simboliza la fe cristiana, mientras que el segundo es el parnaso o monte de los poetas. La escritora quería estar presente en los dos a la vez, en la basílica parisina del Sacré Coeur y en los círculos intelectuales del barrio de Montparnasse de las primeras décadas del siglo XX.
Volviendo al discurso del Colegio de los Bernardinos, cabe añadir que Benedicto XVI habla de la importancia de la biblioteca en el monasterio, pues “indica el camino hacia la palabra”. Por tanto, la formación y la erudición del hombre son importantes porque son instrumentos con los que puede servir mejor al Dios que está buscando. Y toda esa gran aportación cultural empieza en aquellos monasterios medievales en los que se lee e interpreta la Escritura y se desarrolla una comunidad en la que se vive la Palabra, ajena a toda interpretación fundamentalista. Por lo demás, en los monasterios se asiste a la complementariedad del ora et labora, que permite apreciar las raíces cristianas del trabajo, ausentes en el mundo grecolatino donde el trabajo era considerado una actividad servil.
Benedicto XVI apunta también en su discurso a las consecuencias de la ruptura entre fe y razón. Quienes fomentaron esa separación en nombre de la libertad no se dieron cuenta de lo que traería consigo. El Papa tiene al respecto palabras muy certeras: “Sería fatal si la cultura europea de hoy llegase a entender la libertad como falta total de vínculos y con esto favoreciese inevitablemente el fanatismo y la arbitrariedad. La falta de vínculos y la arbitrariedad no son la libertad, sino su destrucción”.
En efecto, los tiempos que estamos viviendo son los del triunfo de un emotivismo moral, arbitrario, caprichoso y de débiles fundamentos. Ese emotivismo cuestiona ciertamente la fe, aunque acaso es mucho más preocupante que prescinda de la razón. Cabría añadir que son tiempos de irracionalidad, tiempos de ídolos que se hacen a sí mismos, tiempos de ídolos sin perspectiva que solo aspiran a vivir el presente.
En este discurso de París, Benedicto XVI llega a la conclusión de que el fundamento de toda verdadera cultura es la búsqueda de Dios y la disponibilidad para escucharle. El amor a las letras va de la mano de la búsqueda de Dios. Una fe encerrada en sí misma, una fe ajena a la cultura será incapaz de encontrar a Dios. El gran legado del Papa Ratzinger es la insistencia en no desvincular la fe y la razón, la necesidad de la alianza entre ambas, la necesidad de una recíproca apertura.
Publicado en Páginas Digital.