2 Reyes 5,1417;
2 Timoteo 2, 815;
Lucas 17, 1119
Mientras Jesús estaba de camino a Jerusalén, a la entrada de un pueblo le salieron al encuentro diez leprosos. Parándose a distancia, le dijeron en voz alta: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!». Jesús se apiadó de ellos y les dijo: «Id y presentaos a los sacerdotes». Durante el trayecto, los diez leprosos se descubrieron milagrosamente curados. También la primera lectura refiere una curación milagrosa de la lepra: la de Naamán el sirio por obra del profeta Eliseo. Es clara, por lo tanto, la intención de la liturgia de invitarnos a reflexionar sobre el sentido del milagro y en particular del milagro que consiste en la sanación de la enfermedad.
Digamos ante todo que la prerrogativa de hacer milagros se cuenta entre las más atestiguadas en la vida de Jesús. Probablemente la idea dominante que la gente se había hecho de Jesús, durante su vida, más aún que la de que fuera un profeta, era la de ser uno que hacía milagros. Jesús mismo presenta este hecho como prueba de la autenticidad mesiánica de su misión: «Los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan» (Mateo 11, 5). No se puede eliminar el milagro de la vida de Jesús sin deshacer toda la trama del Evangelio.
Junto a los relatos de milagros, la Escritura nos ofrece también los criterios para juzgar su autenticidad y su objetivo. El milagro nunca es, en la Biblia, un fin en sí mismo; menos aún debe servir para ensalzar a quien lo realiza y poner al descubierto sus poderes extraordinarios, como casi siempre sucede en el caso de sanadores y taumaturgos que hacen publicidad de sí mismos. Es incentivo y premio de la fe. Es un signo y debe servir para elevar a un significado. Por esto Jesús se muestra tan entristecido cuando, después de haber multiplicado los panes, se da cuenta de que no han entendido de qué era «signo» (v. Marcos 6, 51).
El milagro aparece, en el propio Evangelio, como ambiguo. Se ve en unas ocasiones positivamente, en otras negativamente. Positivamente cuando es acogido con gratitud y alegría, suscita fe en Cristo y abre a la esperanza en un mundo futuro ya sin enfermedad ni muerte; negativamente cuando es solicitado, o incluso exigido, para creer. «¿Qué señal haces para que viéndola creamos en ti?» (Juan 6, 30). «Si no veis señales y prodigios no creéis», decía con tristeza Jesús a quienes le escuchaban (Juan 4, 48). La ambigüedad continúa, bajo otra forma, en el mundo de hoy. Por un lado hay quien busca el milagro a toda costa; está siempre a la caza de hechos extraordinarios, se detiene en ellos y en su utilidad inmediata. En el lado opuesto, hay quienes no dejan espacio alguno al milagro; lo contemplan hasta con cierta molestia, como si se tratara de una manifestación inferior de religiosidad, sin darse cuenta de que, de tal manera, se pretende enseñar a Dios mismo qué es o no la verdadera religiosidad.
Algunos debates recientes suscitados por el «fenómeno Padre Pío» han evidenciado cuánta confusión existe aún acerca del milagro. No es verdad, por ejemplo, que la Iglesia considere milagro todo hecho inexplicable (¡de estos, se sabe, está lleno el mundo y también la medicina!). Considera milagro sólo aquel hecho inexplicable que, por las circunstancias en las que ocurre (rigurosamente comprobadas), reviste el carácter de señal divina, esto es, de confirmación dada a una persona o de respuesta a una oración. Si una mujer, de nacimiento sin pupilas, en cierto momento empieza a ver, aun sin pupilas, esto puede ser catalogado como hecho inexplicable, pero si sucede precisamente mientras se confiesa con el padre Pío, como de hecho ocurrió, entonces ya no basta hablar sencillamente de «hecho inexplicable».
Nuestros amigos «laicos», con sus actitud crítica ante los milagros, ofrecen una contribución preciosa a la fe misma, porque se muestran atentos a las falsificaciones fáciles en este terreno. Sin embargo también aquellos deben contemplarse desde una aproximación acrítica. Es igual de equivocado creer a priori en todo lo que circula como milagroso como rechazar a priori todo, sin tomarse siquiera la molestia de examinar sus pruebas. Se puede ser crédulos, pero también... incrédulos, que no es [una actitud] tan distinta.