Bastantes me han preguntado qué valoración hago de las elecciones que hemos tenido en España en este último mes. Es evidente que corresponde a otros y no a mí una lectura política. Vivimos en una sociedad democrática que ha emitido su voto, con unos resultados; se aceptan enteramente y se respetan democráticamente, sin más, esos mismos resultados. Las consultas electorales han traído la formación de nuevos gobiernos: nacional, autonómicos y locales, y europeos. La Iglesia, como corresponde a su naturaleza y misión, se sitúa con sumo respeto ante estos nuevos Gobiernos, a los que ofrece su colaboración leal, desde la autonomía que le es propia, y su trabajar leal y denodadamente con todos, en servicio y libertad, en cuanto contribuya al bien común. Cuanto sucede es para la Iglesia una llamada de Dios a ser ella misma, a proseguir su misión, siempre la misma y siempre nueva, a fortalecer vigorosamente su identidad y la fe, a purificarse de cuanto no esté en ella conforme al designio de Dios, a reemprender con renovado entusiasmo y esperanza el camino de una nueva evangelización cada día más urgente y apremiante, a dar vitalidad a las raíces cristianas de nuestro pueblo que constituyen su ser más genuino.
Los acontecimientos y situación que vivimos ponen muy de relieve lo que ya estaba siendo realidad patente: una secularización de nuestra sociedad muy grande en extensión e intensidad, un laicismo rampante y agresivo que impera en la cultura dominante y que se pretende que domine aún más, y una secularización interna de la misma Iglesia que nos corroe desde dentro. Este es el verdadero problema y la cuestión decisiva de nuestro momento a la que la Iglesia, guiada y animada por el Espíritu Santo, debe dar respuesta, no reactiva, sino propositiva y abierta. La cuestión que está en juego es creer o no creer, una vida con Dios o sin Él, una humanidad que se abre a Jesucristo o que lo reduce al olvido, un caminar y vivir con una antropología sin Dios o sin Cristo, o, por el contrario, basándose en Él. No da lo mismo una cosa que otra para el futuro de la sociedad y del hombre. Ahí es donde está el papel de la Iglesia y su servicio a los hombres: propiciar el encuentro con Jesucristo, anunciarle para que los hombres le conozcan y le sigan, dar testimonio del Señor y de qué es lo que sucede cuando se acepta a Jesucristo en todas las dimensiones de la vida, dar testimonio de la verdad que nos hace libres y de una humanidad nueva con la novedad del Evangelio del amor y de la caridad que genera paz y solicitud verdadera por el hombre, singularmente por el pobre y necesitado.
«Iglesia en España evangelizada y evangelizadora»: ése es su camino en esta hora de Dios, como nos dijo el Papa San Juan Pablo II en su última visita a España en la Santa Misa de Canonización en Madrid. En estos momentos, sin minimizar para nada todo lo que sea necesario plantear en el terreno de las relaciones de Iglesia y Estado, creo que lo primero y principal no es tanto esto, esas relaciones, ni siquiera definir o precisar las relaciones de la Iglesia con la sociedad, sino hacer posible que los hombres, cada hombre, todo lo humano se abran a Jesucristo, se encuentren con Él y muestren cuanto esto significa por y en una presencia de los cristianos en el mundo.
Sencillamente de lo que se trata es de aplicar la enseñanza conciliar de la Constitución Gaudium et Spes y de la enseñanza ininterrumpida del Papa Pablo VI, Juan Pablo II, Benedicto XVI o Francisco, en este mismo sentido. Y de lo que se trata también, no olvidemos que somos Europa y hemos elegido nuestros representantes en los órganos europeos, es de colaborar para que Europa sea Europa, fiel a sus raíces, como dijo San Juan Pablo II en su discurso europeísta de Santiago de Compostela: «Europa, sé tú misma, sé fiel a tus raíces, que son cristianas». Y años más tarde recordó también, camino de Santiago y en Santiago, Benedicto XVI, para quien España ha contribuido decididamente al nacimiento de Europa ya en el Tercer Concilio de Toledo, en que se unieron los pueblos bárbaros-germánicos con los latinos y se logró la unidad de los pueblos que hoy llamamos Europa.
En esta perspectiva, la Iglesia ha de contribuir en esta situación que estamos viviendo siendo Iglesia que vive en la fe y de la fe, permanece en ella y la ofrece a todos, y siendo factor e instrumento de unidad desde el Evangelio de Jesucristo, que es y apela a la unidad, a anunciar el Evangelio con el propósito y el fin de que surja una humanidad nueva hecha de hombres y mujeres nuevos, con la novedad del Evangelio y con un estilo de vivir nuevo: el de las bienaventuranzas y el del amor a todos sin exclusión de nadie, el de la verdad que nos hace libres en el servicio y no en el poder.
Esta unidad es tanto para España como para Europa. La unidad de una Nación, como es el caso de España, o del conjunto de naciones que somos Europa, siempre para la Iglesia será un cuestión moral y, consiguientemente, que tiene que ver con su doctrina social. A la Iglesia, refiriéndome ahora a los obispos, no le corresponde un juicio político sobre esta cuestión, pero sí un juicio moral. Estimo que podría llegar el momento en que la Iglesia, como ha hecho sobre otras cuestiones cruciales que afectan a los hombres, a sus relaciones y comportamientos, y a su convivencia de manera muy importante, se pronuncie sobre este tema: de alguna manera ya lo hicieron San Juan Pablo II y Benedicto XVI, y el mismo Papa Francisco. En cualquier caso, el tema de la unidad de Europa, de España, de Italia... es un asunto de máxima importancia, que debe ser muy cuidado.
Publicado en La Razón el 29 de mayo de 2019.