Hay un término que echo mucho de menos en los empresarios de hoy, en los políticos de hoy, en quienes trabajan por “la cosa pública”, que decían los antiguos. Es un término que parece que hemos borrado del diccionario, o mejor dicho, lo hemos cambiado, lo hemos sustituido. En siglos anteriores, muchos pensadores y oradores resaltaban que su objetivo era “el bien común”. Y cuando fue tomando forma la doctrina social de la Iglesia, de modo especial a finales del siglo XIX e inicios del siglo XX (ya el siglo pasado, no lo olvidemos), este término se consolidó.
Con esta expresión de bien común se entiende «el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección». Es decir, aquello que favorece nuestra propia realización y crecimiento personal (cada individuo es importante), y a la vez la buena marcha y funcionamiento de la sociedad; las dos cosas, no una a pesar de la otra.
En nuestra época, en lugar de “bien común”, oímos como objetivo general de políticos y empresarios el “interés general”. Algo parecido, a primera vista. Pero si analizamos un poco, son dos plantas muy distintas, con raíces muy distintas, y con flores y frutos también muy distintos.
En el primer caso, la raíz, y perdonen que me ponga filosófico, es la existencia de una verdad, según la cual nos conformamos, nos alineamos, nos posicionamos. La ley de la gravedad es así: todo cuerpo cae hacia el centro de gravedad, lo diga un científico o un obrero, un católico o un musulmán, un ateo o un agnóstico. Igualmente muchas características de la ley moral, de la ley natural. La verdad es buena, aquí y en Hong Kong. La vida es un bien, en Madrid, en Nueva York o en Singapur.
La raíz del interés general es la abstracción de lo general, lo decidido según el criterio de la mayoría, un criterio por otra parte bastante mutable y manipulable. La mayoría, mayoría democrática, eligió a Hitler como gobernante. Y la mayoría, al menos según aquel régimen, estaba de acuerdo con sus tácticas de “purificación aria”. Y hay bastante consenso en que aquellos métodos brillaron por su falta de bondad. Así de manipulable es el interés general.
Su raíz se presenta como “el gran hallazgo de la tolerancia y el relativismo”. Todo depende, no hay que ser rígidos. Sin embargo, constatamos que este relativismo termina en la ley del más fuerte, fuerte en número, en votos, en opiniones, con frecuencia teledirigida (dirigida desde lejos y dirigida desde la “tele”).
Es la lógica del poder, la ley que reina en la selva: el animal fuerte manda, y el débil obedece las decisiones, y caprichos, del fuerte. El poder llama al poder, y lo hemos visto en España durante estos últimos cuatro meses. El diputado se encuentra muy bien en su sillón de diputado, y mejor si ese sillón pasa a ser azul (sillón de ministro).
Siempre hablan del objetivo de su política, el bien del país. Y muchos ciudadanos se preguntan ¿el bien del país, o su propio bien en el país y gracias al país? Traduciendo la pregunta al título de estas reflexiones, ¿el bien común o el interés general?
Los frutos que vemos en un caso y otros son acordes a la raíz. Una planta con fuertes raíces crece sana, y florece, si es planta de flores, o adorna trayendo vida y frescor al salón de una casa. Pero si las raíces son débiles, relativas, que cambian dependiendo del día, del lugar o de las circunstancias, dura lo mismo que un castillo de arena en el borde de la playa. Si tenemos suerte y la marea está bajando, puede aguantar varias horas. Pero cuando suba la marea, ya podemos despedirnos del castillo. Esto sucede con el “interés general”. Durante días, meses o incluso años parece que la sociedad funciona, pero a la larga una de las dos patas se rebela contra la otra, la sociedad ahoga al individuo, o algunos individuos ahogan y minan la sociedad. Y está claro que un animal, con una sola pata, poco va a avanzar.