Suele decirse que el sentido común es el menos común de todos los sentidos. Cuanto más profundizo en la ideología de género, más me convenzo de que nuestros dirigentes, en especial la clase política, necesitarían unas clases para aprender lo que es el sentido común, porque realmente hay que ser en el mejor de los casos poco inteligente para votar leyes a favor de la perspectiva de género.
La “ideología del género” considera la sexualidad como un elemento cuyo significado fundamental es de convención social. Es decir, no existe ni masculino ni femenino, sino que nos encontramos ante un producto cultural que va cambiando continuamente. El ser humano nace sexualmente neutro, posteriormente es socializado como hombre o mujer. La diferencia entre varón y mujer sería mera construcción cultural según los roles y estereotipos que en cada sociedad se asigna a los sexos, hasta el punto que esta misma semana he leído que hay una asociación de familias transexuales que ha publicado un material didáctico que enseña a abolir las diferencias biológicas entre un niño y una niña, y transmite que hay “chicas con vulva y chicas con pene” del mismo modo que hay “chicos con vulva y chicos con pene”.
Pero la ideología de género no abarca solamente a lo biológico o la infancia, sino que abarca todas las edades con muy serias consecuencias morales. La ideología de género concibe la pareja humana como un ámbito de conflicto, como lucha de sexos, siendo el varón el opresor y la mujer la oprimida, transformando lo que debe ser una relación de amor, en una relación de conflicto. La relación entre los sexos no se basa en el amor, sino en la lucha permanente. La sexualidad es una relación de poder y el matrimonio es la institución de la que se ha servido el hombre para oprimir a la mujer. El matrimonio y la familia son dos modos de violencia permanente contra la mujer y por tanto instituciones a combatir. Pero realmente ¿hay que combatir el matrimonio, o éste no es más bien un auténtico patrimonio de la Humanidad?
Es evidente que la ideología de género y la concepción cristiana de la sexualidad no dicen precisamente lo mismo. La Biblia nos enseña categóricamente: “Creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, y los creó macho y hembra” (Gén 1,27). El Concilio Vaticano II nos da una muy importante definición de matrimonio: "Fundada por el Creador y en posesión de sus propias leyes, la íntima comunidad conyugal de vida y amor se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e irrevocable” (Gaudium et Spes 48). El matrimonio debe ser entendido como una alianza, en la que uno y otro no se entregan determinados derechos, sino que ellos mismos como personas se dan y se toman y Dios mismo realiza y consagra su unión. El amor es lo más excelente de la vida y en el matrimonio es tan fundamental que no es uno de sus fines ni de sus medios, sino que forma parte de su definición. Por él la imagen de Dios, valor supremo, se perfila detrás de la pareja humana.
El matrimonio es un conjunto de relaciones humanas, un fenómeno social que ha existido y existe en todas las sociedades y culturas, cuyo fin es legitimar la procreación y las relaciones sexuales, una integración de las personas en un “nosotros” que no resulta de la absorción o eliminación del “yo” y del “tú”, sino de la conjunción del “yo” con el “tú” y del “tú” con el “yo”. El matrimonio crea una familia, es decir un conjunto diverso de la suma de intereses personales de los esposos. Una vez fundada la familia, no se puede destruir libremente. La finalidad de esta institución es no sólo la alianza entre los sexos, sino también la procreación y educación de los hijos, la moralización de las relaciones sexuales. El Vaticano II nos habla del matrimonio como institución humana, siendo esta asociación la primera forma de comunión de personas (GS 12). Cristo sale al encuentro del matrimonio a través del sacramento (GS 48), asumiendo la realidad sacramental el matrimonio natural, doctrina ésta que encontramos en san Pablo (Ef 5,32) y ha sido definida en los concilios de Lyon, Florencia y Trento.
El matrimonio es una vocación que viene de Dios y es una institución necesaria para el amor de la pareja, aunque por supuesto no se puede reducirlo a puro ordenamiento jurídico. Casarse es algo más que un mero formalismo burocrático destinado a obtener una documentación legal. “La vocación al matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer, según salieron de la mano del Creador. El matrimonio no es una institución puramente humana a pesar de las numerosas variaciones que ha podido sufrir a lo largo de los siglos en las diferentes culturas, estructuras sociales y actitudes espirituales. Estas diversidades no deben hacer olvidar sus rasgos comunes y característicos” (Catecismo de la Iglesia Católica nº 1603). “La unión matrimonial exige el respeto y el perfeccionamiento de la verdadera subjetividad personal de ambos. La mujer no puede convertirse en ‘objeto’ de ‘dominio’ y de ‘posesión’ masculina” (Carta de san Juan Pablo II Mulieris dignitatem nº 10), ni la relación interpersonal puede reducirse a la sexualidad genital o al erotismo.