Asomaba el otro día una noticia sobre el desmantelamiento de una red (¡otra más!) de pornografía infantil que intercambiaba a través del guasá imágenes en las que niños de muy corta edad, casi bebés, son sometidos a abusos y torturas aberrantes. Pero todo freno policial, por eficaz y disuasorio que sea, se revela inútil si no lo precede un freno moral: las sociedades sanas robustecen los frenos morales que inhiben las conductas criminales; las sociedades podridas debilitan tales frenos morales y, una vez que todos los demonios del crimen han sido liberados, se dedican a perseguirlos. Resulta muy sintomático que aceptemos con naturalidad, por ejemplo, que en Estados Unidos se perpetran matanzas porque allí las armas se han convertido en una mercancía que cualquiera puede adquirir fácilmente; y que, en cambio, rechacemos que en nuestra época abundan los degenerados sexuales porque padecemos una invasión de sensualismo y pornografía accesible a golpe de tecla o de pantalla táctil. No olvidemos que el presidente del Partido Popular europeo ha proclamado con orgullo que el acceso libre a la pornografía es uno de los mayores logros de la Unión Europea.
Pero esta invasión de sensualismo y pornografía no es una conquista de la libertad humana, sino una forma atroz de sumisión a los instintos más esclavizantes. El naturalismo instintivo, hoy convertido en ideología, pretende que la sexualidad humana es benéfica y multiforme, y que nada hay de malo en someterla a constantes estímulos. Pero lo cierto es que la sexualidad humana es como el agua: benéfica cuando se encauza; destructiva cuando los cauces se desbordan y se rompen los diques. Una sexualidad sometida a constantes estímulos morbosos destruye nuestra humanidad y nos convierte en esclavos de nuestros instintos. Pero, cuando se liberan, los instintos humanos -a diferencia de los instintos del animal- no se satisfacen con la mera repetición, por la sencilla razón de que el hombre, a diferencia del animal, es un ser imaginativo y un buscador de novedades. Un hombre entregado al sensualismo desatado necesita imaginar variantes que traigan novedad a su hastío. Y así, el consumidor de pornografía convencional acabará consumiendo pornografía alternativa, hasta que llega el día en que desea también consumir pornografía en la que aparezcan niños.
Chesterton ya nos lo advertía: “El mundo se ha teñido de pasiones peligrosas y rápidamente putrescentes; de pasiones naturales convertidas en pasiones contra natura. Así el efecto de tratar la sexualidad como cosa inocente y natural es que todas las demás cosas inocentes y naturales se empapan y manchan de sexualidad. Porque no se puede conceder a la sexualidad una mera igualdad con emociones o experiencias elementales como el comer o el dormir. En el momento en que deja de ser sierva se convierte en tirana”. Cuando la sexualidad se desembrida se convierte en una pasión putrescente, ansiosa de conquistar nuevas perversidades; y no debe extrañarnos que, después de probar todos los sabores, quiera hincarle el diente a la fruta prohibida de la infancia. La pornografía infantil no es expresión, como se pretende, de una perturbación que aflige a cuatro monstruos; es fruto del clima moral creado por una ideología criminal que ha impuesto el naturalismo instintivo como forma de plenitud y que considera que el acceso libre a la pornografía es una de las grandes conquistas humanas. Estas pasiones putrescentes sólo se podrán combatir mediante frenos morales efectivos e impidiendo el acceso a la pornografía. Exactamente lo contrario de lo que nuestra época postula, para sostener el andamiaje de su tiranía.