Algunos amigos cándidos me lloran en el hombro, deplorando las desavenencias de partidos políticos, que hacen cada vez más difícil la formación de gobiernos estables. Yo les recuerdo entonces aquella estampa demoledora de Madrid, de corte a checa, en la que Agustín de Foxá retrata a los diputados en el buffet del Congreso, después de haberse despellejado en la sesión parlamentaria que acaba de concluir: «Se trataban todos con el afecto de los actores después de la función. Como Ricardo Calvo, tras hacer el Tenorio, se iba a cenar al café Castilla con don Luis Mejía, al que acababa de atravesar en escena».
Tantos años después, don Juan Tenorio y don Luis Mejía siguen atravesándose en escena, para mantener en vilo a sus respectivas aficiones, antes de pegarse la comilona. Ocurre, sin embargo, que los contendientes son cada vez más numerosos y aspaventeros y alargan cada vez más sus duelos, a veces tanto que exigen una repetición de la función (o sea, de las elecciones). Pues los partidos políticos nacieron con el único propósito -nos lo enseña Julio Camba- de apoderarse del Estado, «para mejor repartírselo entre unos y otros», «con el mismo criterio con que hubieran podido apoderarse de un salchichón; y, ni cortos ni perezosos, proceden a merendárselo vorazmente, en presencia del país entero que, siempre cándido y confiado, dice: “Bueno. Primero habrá que dejarles tomar algunas fuerzas, que bien deben necesitarlas los pobres, y luego ya empezarán a trabajar”». Ocurre, sin embargo, que el Estado convertido en almoneda por la partitocracia, acaba siendo pasto de los logreros y los vivillos, que quieren aumentar su porción de salchichón esgrimiendo sus resultados electorales, o bien gorronear su porción al compinche (que, sin embargo, aparenta ser rival o adversario, mientras dura la representación). Por lo demás, cuantos más comensales se suman al reparto, más trabajo cuesta repartir el salchichón; y como algunos comensales dan muestras indisimulables de carpanta, los comensales mejor nutridos aprovechan para torearlos ante el respetable, para que se note que pasan necesidad y así gorronearles más fácilmente su porción de salchichón.
Nadie debe, pues, preocuparse por las estocadas de pega que carpantas y gorrones se pegan en escena, mientras se disputan el salchichón. Lo que de veras debería preocuparnos es que, mientras estos zampones se ventilan el salchichón, España se va volviendo poco a poco ingobernable, como siempre acaba ocurriendo con los pueblos sin religión y sin moral (o con la religión y la moral supletorias que les presta la política), según la ley de los dos termómetros enunciada por Donoso. Pues la partitocracia, para mantener en pie su tiranía (y lograr que los sometidos piensen, además, que viven en una democracia fetén), necesita encizañar a los pueblos en una demogresca constante que los agote y esterilice, suscitando en ellos motivos de discordia permanente que nada tienen que ver con las legítimas discrepancias, sino más bien con aquel clima que describiese San Pablo a los corintios: malquerencias, animadversiones, contiendas, envidias, difamaciones, pleitos, animosidades, disputas, murmuraciones y sediciones. Este clima de discordia es la gangrena que corrompe a España en todos los órdenes, desde el ámbito familiar (con sus destrozos antropológicos) hasta el ámbito de la comunidad política (con sus rampantes separatismos); pues ya no hay realidad social española que no encontremos dividida e incapacitada para alcanzar la comunidad del bien. Y este deterioro no hará sino crecer mientras no invirtamos la ley de los dos termómetros enunciada por Donoso.
Pero, ¡oye!, mientras la demogresca nos destruye, al menos podemos disfrutar de las estocadas de pega que nos brinda la partitocracia, en su disputa del salchichón.
Publicado en ABC.