Es prácticamente imposible sobreestimar la importancia y la gravedad de la carta que el decano del colegio cardenalicio, Giovanni Battista Re, ha enviado a sus compañeros cardenales para censurar al cardenal Zen. Ya hemos examinado ayer los principales pasajes de la carta, destinados a demostrar la necesidad y la bondad del Acuerdo provisional con el gobierno chino sobre la cuestión del nombramiento de obispos. Y también hemos examinado en profundidad la alarmante referencia a la posible legitimidad de las Iglesias independientes.
Se podría continuar enfatizando cómo ésta es la primera vez que desde arriba se invita sustancialmente a todos los cardenales a aislar a uno de sus hermanos; en la práctica el “método chino” también se ha abierto camino en el Vaticano: aquellos que no se adaptan a la línea del Partido, aquellos que frenan el empuje hacia un futuro prometedor, son corruptos o burgueses contrarrevolucionarios. El cardenal Zen está retrasando “la magnífica y progresiva fortuna” del catolicismo chino. Las definiciones cambian, pero la sustancia es esa.
Se podría subrayar además la grave mistificación que supone atribuir a San Juan Pablo II y a Benedicto XVI la autoría moral (y en el caso de Benedicto XVI también la concreta) del Acuerdo entre China y la Santa Sede, firmado el 22 de septiembre de 2018. Éste se ha convertido también en un método de gobierno clásico: cada vez que se toman decisiones controvertidas y que suscitan protestas en este pontificado, la línea de defensa es inexorablemente la presunta continuidad con sus predecesores. Incluso cuando -véase el Instituto Juan Pablo II para el Matrimonio y la Familia y la Academia Pontificia para la Vida- se decide desmantelar lo que San Juan Pablo II había construido.
El arzobispo Carlo Maria Viganò, en la carta de solidaridad para con el cardenal Zen que circuló ayer, habla de “mentira en el Vaticano (...) erigida de modo sistemático”. Fuerte expresión, pero esperen en los próximos días un artículo erudito de Andrea Tornielli, el gran jefe de comunicación del Vaticano, que explicará cómo y por qué el Papa Francisco en China no hace otra cosa que aplicar lo que sus predecesores ya habían establecido. Contra toda evidencia, por cierto. Tanto es así que el mismo cardenal Re no puede evitar hablar del “cambio de época” que se está produciendo en un cierto punto de la carta.
Pero hoy se hace urgente abordar otra cuestión: el contenido del Acuerdo China-Santa Sede. El cardenal Re habla de ello como si fuera algo conocido y obvio, pero no es así. El contenido es secreto. El único detalle que revela el decano del sagrado colegio cardenalicio es que “prevé la intervención de la autoridad del Papa en el proceso de nombramiento de obispos en China”. La afirmación es muy ambigua, y en cualquier caso sería el mínimo exigible: faltaría más que el Papa no interviniera en absoluto en el nombramiento de los obispos.
Pero la pregunta es: ¿en qué momento interviene el Papa? Hay una gran diferencia entre el caso de una Asociación Patriótica (que responde al Partido Comunista) que elige a los obispos, con el Papa actuando como notario o a lo sumo oponiéndose a los nombramientos más indigestos; y el caso de un Papa que nombra a los obispos tratando de evitar los nombres más molestos para Pekín. Hasta ahora sólo hemos visto la aceptación en el Vaticano de obispos ilegítimos y muy cuestionables y la eliminación de los obispos legítimos. El caso de Hong Kong con el siguiente nombramiento, que hemos anunciado, de un obispo pro Pekín, hace temer lo peor. Es una cuestión fundamental para los católicos chinos, pero también para toda la Iglesia universal.
Es sólo un ejemplo, pero demuestra la urgente necesidad de hacer público el contenido del acuerdo. No se puede permitir que después de un año y medio en el que la presión del Partido sobre los obispos ha aumentado, en el que se ha intensificado la persecución de los católicos, en el que la Santa Sede ha hecho la vista gorda con la violencia del régimen, el contenido del Acuerdo siga oculto. Con mayor razón ahora que el cardenal Re ha evidenciado a Benedicto XVI atribuyéndole la autoría de este texto. Además, ¿cómo puede uno quejarse de los “retrasos” en China en lo que respecta a la acogida del Acuerdo si los católicos chinos ni siquiera saben lo que prevé? Se pide obediencia a reglas que no se conocen: una locura, simple y llanamente. Los cardenales que han recibido la carta del cardenal Re tendrían el deber de exigir la revelación del contenido del Acuerdo.
La preocupación por el destino de los católicos en China, y el respeto por su dignidad, ya sería razón más que suficiente para una petición explícita y decisiva de los cardenales. Pero la carta del cardenal Re introduce un punto más que concierne a toda la Iglesia, no sólo a la China. Y los cardenales en primer lugar -y luego todos los fieles también- no pueden hacer como si nada: Re dice -refiriéndose a la legitimidad de las “Iglesias independientes”- que estamos ante un “cambio de época” que tiene consecuencias doctrinales y prácticas, no sólo para China. En resumen, el acuerdo con el gobierno chino implica cambios doctrinales que afectan a toda la Iglesia.
¿Y los cardenales deberían permanecer en silencio? ¿Y los obispos? ¿Y todos los fieles? ¿Se está anunciando un cambio también en lo que supone la concepción de la Iglesia y la respuesta es hacer como si nada? Está claro que estamos más allá de un problema personal con el cardenal Zen: su eliminación de la escena es útil para los cambios que se pretende realizar en toda la Iglesia. No es posible permanecer en silencio: es un deber de todos pedir en voz alta que se revele el contenido del Acuerdo con China.
Y por cierto, ¿cuáles serían estos cambios doctrinales? El cardenal Re no lo explica claramente, pero sin duda se refieren al menos a las Iglesias nacionales. Y aquí la diferencia radical entre este pontificado y el de Benedicto XVI emerge aún más claramente. Se puede pensar que la posible legitimación de las “Iglesias independientes” es una evolución de los poderes atribuidos a las conferencias episcopales nacionales, que el Papa Francisco querría aumentar. Lo dijo explícitamente en la Evangelii Gaudium (2013) cuando esperaba “un estatuto de las Conferencias Episcopales que las conciba como sujetos con atribuciones concretas, incluyendo también alguna autoridad doctrinal auténtica” (nº 32).
Hablamos de una concepción opuesta a la de san Juan Pablo II y Benedicto XVI. El primero, en el Motu Proprio Apostolos Suos de 1998 relativo precisamente a “la naturaleza teológica y jurídica de las conferencias episcopales”, quiere evitar que las conferencias episcopales emitan declaraciones doctrinales en contraste entre sí y con el magisterio universal de la Iglesia; o que se creen separaciones entre las Iglesias nacionales y Roma.
El segundo, cuando todavía era cardenal, dejó claro en el famoso libro-entrevista con Vittorio Messori Informe sobre la fe (1985), que “no debemos olvidar que las conferencias episcopales no tienen una base teológica, no forman parte de la estructura imprescindible de la Iglesia tal y como la quiere Cristo; sólo tienen una función práctica y concreta”.
Cualquiera que sea el significado de la legitimación de las Iglesias independientes, estamos por lo tanto frente a concepciones diametralmente opuestas, que requieren una aclaración inmediata. Partiendo precisamente de la revelación del contenido del Acuerdo.
Publicado en Brújula Cotidiana.