Estamos en plena celebración del Año de la Misericordia. Viene, pues, a cuento, que hablemos de ciertos dichos populares u oraciones habituales que en cierto modo empañan la creencia en el Dios Padre misericordioso, culmen de la fe cristiana.

Se dice -decimos- que “Dios castiga sin palo ni piedra” cuando quiere enderezar a alguien de conducta poco apropiada, enviándole algún contratiempo o acaso desgracia personal. En el acto de contrición o Señor mío, Jesucristo, hallamos la siguiente frase: “Me pesa de todo corazón haberos ofendido; también me pesa porque podéis castigarme con las penas del infierno”. Pero, realmente, ¿Dios castiga?

En cierto viaje que hicimos mi mujer y yo -siempre íbamos juntos a todas partes- por Italia, llegamos a Padua y, naturalmente, visitamos casi en exclusiva la basílica de San Antonio, muy concurrida a pesar de ser día laborable y hacer un frío de mil diablos. En la capilla del santo, un conjunto de frailes de diversas congregaciones franciscanas impartían la bendición con imposición de manos a los matrimonios que lo pedían, casi como si fuera una segunda boda o confirmación de la boda original. Oficiaban en diversas lenguas europeas.

Nosotros, obviamente, nos arrodillamos en los reclinatorios de un fraile español de hábito gris como los franciscanos de la Cruz Blanca. Al finalizar la ceremonia, breve pero entrañable, el religioso nos obsequió con una estampita del santo portugués que evangelizó en Italia, en cuyo reverso hay una oración y que empieza así: “O (sic) Dios, Padre bueno y misericordioso...” Luego sigue: “Santifica a la familia, ayúdala a crecer en la fe… Bendice a nuestros hijos (y nuestros nietos)...”, etc.

Es decir, que se empieza pidiendo a Dios Padre bueno y misericordioso… No a un Dios justiciero, rígido, estrecho de corazón. No justo al modo humano: “Esto has hecho, esto pagas”. Dios sólo es bondad, misericordia. Dios perdona siempre, a eso mandó a su Hijo al mundo, a perdonar, a redimir. Además, para castigarnos, para hacernos daño a nosotros mismos y cuantos se cruzan en nuestro camino, no necesitamos a Dios para nada. Nos bastamos y sobramos los seres humanos. Humanos y humanas, no se vayan a enojar la feministas, que están que no hay quien las aguante.

Entonces, ¿barra libre para hacer de nuestra capa un sayo? O sea, ¿que alcanzamos la dicha eterna cualquiera haya sido nuestro comportamiento en esta vida? No sé, no tengo acceso a los registros de entrada de San Pedro, el guardián de la cancela celestial. Aunque supongo, por mera lógica, que si Dios pone ciertas condiciones para entrar en su gloria, habrá que cumplirlas. Vaya, que si el protocolo celestial exige cierto decoro en el vestido espiritual, no es de recibo presentarnos ante el Señor que nos ama hechos unos astrosos, en mangas de camisa, como si fuéramos podemitas o de merendola a la pradera. O lo que es lo mismo, si Dios nos ama, en justa reciprocidad no podemos dejar de corresponderle, dentro de nuestra pequeñez y mezquindad. Claro que si desdeñamos su amor, no pretendamos esperar que encima nos premie. Pero no porque el Señor nos castigue, sino porque nosotros mismos despreciamos su bondad y misericordia.