Se me ha pedido esta colaboración y con mucho gusto deseo agavillar un haz de recuerdos para llevarlo a la era de la historia en la que no debe perderse la memoria.
Se cumplen ya 15 años del fallecimiento del cardenal González Martín. Él llegaba como obispo de Astorga en 1961 y su ministerio episcopal aquí se prolongaría hasta 1966. En este período de tiempo tuve la oportunidad de conocerle. Entonces estudiaba lo que se denominaban Humanidades y posteriormente los cursos de Filosofía. Pude después mantener otras conversaciones con él siendo rector del seminario de Astorga y ya arzobispo de Santiago. Pero mi recuerdo se fija, en esta ocasión, sobre todo en el tiempo en que permaneció en Astorga.
El cardenal Marcelo González Martín (1918-2004), nacido en Villanubla (Valladolid), fue obispo de Astorga (1961-1966), arzobispo de Barcelona (1966-1971) y arzobispo de Toledo y primado de España (1971-1995), donde relanzó el seminario diocesano hasta convertirlo en uno de los más importantes del mundo. Fue elevado al cardenalato en 1973.
Cuando llegó como Obispo a la Iglesia Asturicense venía equipado con la responsabilidad y la autoridad adecuadas para predicar el evangelio, guiar la comunidad diocesana y dar testimonio a través de la caridad pastoral: traía una rica experiencia espiritual y grandes saberes avalados por la ciencia teológica y por una espléndida erudición cultural, no ajena a una elocuencia acreditada, siendo sensible a la sociedad a la que había que trasmitir la propuesta de la Iglesia con un espíritu positivo. Esto exige siempre estar vigilante ante la realidad y ser puente comunicador entre Iglesia y sociedad, entre la fe y la cultura. Pensamiento sólido, palabra precisa tanto hablada como escrita, elegancia en el decir, actitud de diálogo y de búsqueda configuran los rasgos de su personalidad pastoral en medio de las inquietudes y las esperanzas, los quebrantos no siempre evitables en el ministerio pastoral y los consuelos del Señor.
Uno se acercaba a Don Marcelo con respeto reverencial que incluía esa cercanía siempre ofrecida por parte de él. Haciendo memoria de aquellos años percibo que Don Marcelo reflejaba en cada una de sus facetas la verdad, la belleza y la bondad de su ministerio episcopal. Recuerdo aquellas primeras charlas durante la Cuaresma en Ponferrada, trasmitidas por Radio Popular y que escuchábamos en el seminario, y aquella espera llena de entusiasmo, no ajeno a la curiosidad, cuando volvía de las etapas del Concilio Vaticano II para que como participante y testigo nos trasmitiera su visión sobre el discurrir de este gran acontecimiento eclesial. Mostró interés y preocupación por la formación académica de los seminaristas en todos los aspectos, llamando la atención la importancia que dio a la formación musical en el plan de estudios. Al vivir en el Seminario era frecuente verlo pasear por los claustros. No era raro que fuera a la enfermería a visitar a los seminaristas enfermos.
Traslucía una actitud pastoral, significada por la inteligencia, la sencillez y el afecto fraterno, en la que la fidelidad a la fe católica se conjugó con el servicio sacrificado a los diocesanos, mirando lejos y descubriendo los grandes retos que hace el Espíritu desde la nebulosa de la historia y dándoles la cara desde la fe. Un pastoreo siempre complejo al que humanamente nos aproximan las palabras riesgo, confianza, aventura sin olvidarse de la presencia e intervención del Espíritu que nos da esas certezas arcanas como la expresada por la repetida frase del obispo de Hipona: "Concede el don de lo que mandas y manda lo que quieras", sabiendo que uno va caminando “entre las turbaciones del mundo y los consuelos de Dios”. Bien pronto en Astorga mostró la dimensión social de la fe en medio de los problemas sociales, sabiendo que la comunidad política y la Iglesia son entre si independientes y autónomas en su propio campo aunque están al servicio de la vocación personal y social de los mismos hombres a través de una sana cooperación entre ambas según la doctrina del Concilio Vaticano II, pudiendo la Iglesia siempre y en todo lugar predicar la fe con verdadera libertad y emitir un juicio moral también sobre las cosas que afectan al orden político cuando lo exigen los derechos fundamentales de las personas o la salvación de las almas. La dimensión social de la fe aparecía nítidamente en su pastoral, manteniéndose firme en todo momento como yunque golpeado, al decir de San Ignacio a San Policarpo. Estos y otros muchos detalles componían el tapiz de su pastoral. Son instantáneas de mi percepción sencilla y que puede considerarse tal vez anecdótica.
La historia está siempre abierta. Por eso hemos de estar dispuestos a emprender el camino de la continuidad pastoralmente creativa en fidelidad al futuro que siempre está en manos de Dios. Afirmar lo válido del pasado y asumir lo bueno del presente con la esperanza de un futuro mejor fue el hilo conductor de su actuación ministerial. La prudencia y el realismo, la fidelidad y la exigencia de renovación, el sentir eclesial y los interrogantes del hombre son las claves que nos ayudan a interpretar los acentos de su "enseñar, regir y apacentar, y santificar" episcopal. Escribía el cardenal Suhard: “Ser testimonio significa hacerse misterio, vivir de manera tal que la propia vida sería inexplicable si Dios no existiese”. En la vida normal se bordea siempre el misterio, a veces incluso la vida es absorbida por el mismo misterio, como urdimbre que nos lleva a comprender la existencia como don y tarea. En esta perspectiva se comprendía la llamada que la Iglesia le hizo a ejercer el ministerio episcopal en la diócesis de Astorga.
“No podemos comer el pan de la memoria para que el tiempo no nos ahonde en el olvido”, escribe uno de nuestros poetas. Los que formábamos la Iglesia particular asturicense participamos sentidamente del agradecimiento que permanece constante en el tiempo. En este momento soy consciente de que las mejores palabras son aquellas que acucian los ojos del alma porque “las raíces de las palabras vienen al corazón de las cosas”, y la palabra que mejor refleja este sentimiento es gratitud acompañada de oración.
Monseñor Julián Barrio es el arzobispo de Santiago de Compostela.