Cuando Pilatos supo que yo estaba de visita en Jerusalén, me envió a Jesús, alegando que su delito era de mi jurisdicción, por ser galileo. Yo me alegré de conocerlo al fin, pues había oído que hacía prodigios y hablaba con gran elocuencia; y le pedí que nos hiciera alguna milagrería, o que nos recitara alguna parábola. Pero el muy terco calló; y lo mismo hizo ante las acusaciones de mis sacerdotes. Fueron ellos los que me advirtieron que no lo hacía por humildad, sino por creerse Dios y no poder perdonar mis pecados, al no estar yo arrepentido. “¿Y cuáles son los pecados de los que, según este chiflado, no me he arrepentido?”, pregunté. A lo que mis sacerdotes contestaron que la decapitación del Bautista y los revolcones con mi cuñada Herodías y mi sobrinita Salomé, que no se cuál de las dos me pone más cachondo. ¡Un dios que no santifica los derechos de la carne no es un dios de misericordia, sino un demonio impío!
Pero que este Jesús no me perdonase mis revolcones con mis dos cochinillas poco me importaba. Mucho más peligroso era que se proclamase Rey. ¡Con razón mi augusto padre decretó la matanza de los inocentes! Que no fue por crueldad (¡bien sabía él que el infanticidio, como el aborto, es un terrible drama para la mujer!), sino porque aquellos magos de Oriente le habían dicho que venían a adorar a un Rey; y mi padre no podía permitir que nadie ejerciese una autoridad por encima de la suya. Yo, que me precio de ser un hombre liberal, considero que se deben respetar todas las religiones, y que todas deben valer lo mismo (o sea, nada); pero para que valgan todas lo mismo deben circunscribirse al interior de la conciencia de cada uno. La religión así entendida es muy benéfica, porque vuelve al hombre modosito y capón. Pero una religión que proclame a su Dios Rey y fuente de toda autoridad legítima debe ser al instante prohibida (o, más inteligentemente, adulterada); pues, de lo contrario, los gobernantes… ¡estaríamos obligados a legislar conforme a sus mandamientos! Yo puedo aceptar que tal o cual dios reine en los corazoncitos de sus secuaces, como reinan en el corazón podrido del rijoso la bailarina de pechos orondos o la cortesana de lengua vibrátil; pero no puedo aceptar a un Dios que reclame entera sumisión y obediencia a los gobernantes.
Pues este Jesús no tuvo empacho en decir a Pilatos que había venido al mundo para ser Rey. También le dijo una cosa que, si sabemos adulterarla con ayuda de clérigos melifluos, podremos utilizar en nuestro beneficio: “Mi Reino no es de este mundo”. O sea, que su Reino no surge de aquí abajo, que su autoridad viene del cielo, aunque se haga también realidad en la tierra. ¡Qué insolencia! ¡No puede haber un Rey por encima de mi tetrarquía y del poder imperial de Roma! Pero si nos las ingeniamos para manipular el sentido de la frase haremos creer a los secuaces más fofos de este Jesús que, al afirmar que su Reino no es de este mundo, quiso decir que pertenece al mundo de las metáforas y las fantasías. Hay que conseguir convertir a este Jesús, tan recio y viril, en un dios meloso de melenita rubia y sonrisita ñoña, un dios de dulzura delicuescente que nos recibe a todos con los brazos abiertos, también a mi cuñada y a mi sobrinita. ¡Anda que no debe dar gustirrinín revolcarse con ellas en las nubes!
Devolví al chiflado de Jesús a Pilatos, para que lo apiolase. Desde aquel día hemos quedado muy amigos; pues, aunque Pilatos sea pudibundo y conservador y yo liberal e impúdico, concordamos en que no puede haber un Rey sobre los gobernantes y las leyes. Y estamos ya infiltrando entre los secuaces de Jesús nuestras tesis, muy bien acogidas entre clérigos contemporizadores y meapilas con ambición política.