Vivimos bajo un gran desorden político creado por la polarización y el enfrentamiento como método. Lo que llama la atención es que hoy, a diferencia de otras épocas, no existe una incompatibilidad absoluta entre la mayoría de los partidos. No hay casi nadie que exija otra cosa que la práctica democrática. Nadie, o casi, aspira a la toma del poder por la fuerza, sea esta del tipo que sea; otra cosa es que fuercen la norma, pero obviamente no es lo mismo, ni de lejos.
A pesar de esta realidad, la pugna se inflama y ahora ya combaten en un imaginario inexistente “fascistas y comunistas”, “populistas separatistas y fascistas”. Válgame Dios, cuánta demagogia corroe la democracia y la conduce a la anomia junto con las instituciones políticas. Y anomia significa su incapacidad para cumplir con los fines para los que existen. De seguir así, está asegurado el fracaso de la democracia, la inutilidad de sus instituciones y del Estado en último término. Y todo será más grave, quizás irreversible, cuando el enfrentamiento sea además social. Ya se percibe, y puede ir a más cuando la recuperación permita respirar un poco mejor a la gente.
Con la dialéctica que impera, la Transición y los Pactos de la Moncloa habrían sido imposibles, Carrillo nunca habría predicado la reconciliación y de la Europa de 1945 no habría surgido la unión.
Tengo para mí, y así lo cuento, que la causa radical, es decir, la raíz de todo esto se encuentra en la dilución, hasta la marginalidad, de la mentalidad cristiana en la vida política.
La mentalidad cristiana es fruto de una fe, pero surge también en la increencia, solo como cultura. El último y extraordinario libro del historiador Tom Holland, Dominio, permite rastrearla con claridad a lo largo de la historia. Es una conciencia, pero también un tensor, un horizonte de sentido, un marco de referencia. Pero en nuestro país lo es ya muy poco.
Esta mentalidad cristiana propone y educa en el amor a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a uno mismo por el amor a Dios. Ese mandato imperativo se formula también en forma de regla de oro, que en términos parecidos está presente en todas las grandes culturas del mundo: trata a los demás como deseas ser tratado.
La mentalidad cristiana no existe sin el perdón. El padrenuestro, la oración que nos enseñó directamente Jesucristo, y que recitamos en plural, como pueblo de Dios, lo hace evidente: Dios perdona y acepta tu arrepentimiento si tú también perdonas. Y no hace falta pensar mucho para reparar en que nuestra sociedad está generando la cultura opuesta, anticristiana. Son la política de la cancelación, la liquidación de presunción de inocencia, la inversión de la carga de la prueba, las modificaciones penales para castigar siempre más. Y también la carencia de culpa, la negativa a asumir responsabilidades. Si los culpables son siempre los otros, el perdón es una entelequia. Pero sin él no podemos vivir bien juntos.
La mentalidad cristiana se forja en unas virtudes específicas, como la esperanza, tan escasa; la caridad en su sentido pleno, es decir, el amor, un concepto profundamente maltratado en nuestro tiempo, porque en su versión de cupiditas, de posesión del otro, o de lo que es de los otros, ha liquidado el amor de donación, la caritas . Y la fe, ¿por dónde anda? Pero fe es confiar, y sin confianza no hay capital social, y sin él nada funciona. O los dones que Dios otorga; el entendimiento, por ejemplo, la capacidad de formarse una idea adecuada de la realidad, que, acompañada de la prudencia, la virtud de realizar el camino adecuado, son garantías de la buena política. Y los que son portadores de paz, de quienes Jesús dice que serán llamados hijos de Dios, y la paciencia, la benignidad, la bondad, la generosidad, la modestia. Y, cómo no, la continencia y la castidad, las armas de destrucción masiva de la violencia sexual.
La mentalidad cristiana significa capacidad para escuchar, acoger, acompañar, comprometerse con vínculos duraderos, y ser responsable; y lo suficientemente fuerte como para asumir las consecuencias de nuestros actos, asumir la finitud y debilidad humana, que tan bien trata Alasdair MacIntyre en su libro Animales racionales y dependientes , y la máxima que consigna: a cada ser humano autónomo según sus capacidades, a cada dependiente según sus necesidades. Bajo estos criterios, la política, toda la sociedad, sería muy distinta y mucho mejor.
Esta mentalidad cristiana da para mucho más, pero dejémoslo aquí, porque es suficiente para constatar su excelencia. Tanta, que el debate público debería girar sobre cómo lograr todo esto.
Me resulta difícil entender el porqué de su rechazo, a no ser que aceptemos que lo que impera es entregarse al individualismo de la satisfacción del deseo, sin más. Por eso hoy la mentalidad cristiana expresa una contracultura; esto es, una alternativa.
Para salir con bien de donde estamos y de lo que se avecina, la necesitamos.
Publicado en La Vanguardia.