L’Osservatore Romano ha publicado una entrevista realizada por el teólogo jesuita Jacques Servais al Papa emérito Benedicto XVI, contenida en un libro que recoge las actas de un Congreso organizado por la Compañía de Jesús en octubre de 2015. En realidad el texto había sido leído públicamente por Mons. Gänswein en dicho Congreso, pero hasta el momento era desconocido para el público. Lo más impresionante de su lectura es que vemos en acción, una vez más, la viveza y creatividad del teólogo Ratzinger, atentísimo a la encrucijada histórica del mundo y de la Iglesia.
Un momento especialmente luminoso (y útil para estos días de Semana Santa) se centra en la espinosa cuestión del significado de la cruz y la expiación. Servais había comenzado sugiriendo que la afirmación de San Anselmo según la cual Cristo tenía que morir en la cruz para reparar la ofensa infinita que se había hecho a Dios, y así restablecer el orden quebrantado, utiliza un lenguaje difícilmente aceptable para el hombre de hoy. Y efectivamente, Benedicto XVI reconoce que “la conceptualidad de San Anselmo se ha convertido ahora para nosotros en incomprensible… nuestro trabajo es intentar comprender de nuevo la verdad que se oculta detrás de esta forma de expresión”.
Es impresionante ver cómo el gran teólogo Ratzinger entra en esa tarea, pero es algo que excede a las pretensiones de este artículo. Tan sólo señalo el núcleo de la formulación que propone (de manera provisional, como él mismo advierte). El Papa emérito parte de una observación existencial e histórica: “Pongámonos frente a la increíble cantidad de mal, de violencia, de mentira, de odio, de crueldad y de soberbia que infectan y arruinan el mundo entero… esta masa de mal no puede ser simplemente declarada inexistente, tampoco por parte de Dios. Debe ser depurada, reelaborada y superada”.
El antiguo Israel también reconocía el problema, y entendía que el continuo sacrificio por los pecados era una especie de “contrapeso a la masa del mal en el mundo”. Sólo gracias a esa suerte de reequilibrio el mundo podría ser, de algún modo, soportable. Los cristianos comprendieron enseguida que las ofrendas presentadas hasta entonces por sus padres, los judíos, sólo podían ser consideradas como un anhelo de un contrapeso real al mal presente en el mundo. En realidad, el contrapeso frente a la presencia inconmensurable del mal sólo podía ser “un amor infinito”, que ellos reconocieron en la entrega del Señor en la cruz.
Joseph Ratzinger–Benedicto XVI vuelve al origen para entender y proponer a los hombres de esta época el núcleo de la fe cristiana: los primeros cristianos, los primeros testigos, “sabían que el Cristo crucificado y resucitado es un poder que puede contrarrestar el mal y salvar el mundo”. Y responde a quienes impugnan la cruz diciendo que representaría el signo de un Dios justiciero e inmisericorde: “Dios simplemente no puede dejar como está la masa del mal que deriva de la libertad que Él mismo ha concedido. Sólo Él, llegando a ser parte del sufrimiento del mundo, puede redimir al mundo”.
Hay otro momento de la entrevista que merece la pena destacar. Aquel en que considera como un signo de los tiempos que la idea de la misericordia de Dios sea cada vez más central en la predicación de la Iglesia. Benedicto XVI subraya que Juan Pablo II estaba profundamente impregnado de este impulso, como demuestra su último libro, que salió a la luz inmediatamente antes de su muerte: “A partir de las experiencias de los primeros años de su vida, en las que constató toda la crueldad de los hombres, él afirma que la misericordia es la única verdadera respuesta contra la potencia del mal. Solo allí donde hay misericordia acaba la crueldad, acaban el mal y la violencia”. También se refiere a su sucesor, el Papa Francisco, destacando que se encuentra completamente en sintonía con esta línea: “su práctica pastoral se expresa precisamente en el hecho de que él nos habla continuamente de la misericordia de Dios”. En este punto vital, también se muestra la renovación en la continuidad como hilo conductor de los recientes pontificados.
“Es la misericordia lo que nos mueve hacia Dios, subraya el Papa emérito, mientras que la justicia nos espanta frente a su mirada”. Bajo su aparente seguridad en sí mismo, apunta agudamente Benedicto XVI, el hombre de hoy esconde una profunda conciencia de sus heridas y de su indignidad ante Dios. Y pese a lo que pudiera parecer en un primer vistazo, observa que “en la dureza del mundo tecnificado, aumenta la espera de un amor que nos salve y que nos sea ofrecido gratuitamente”.
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