[Hoy se cumple] el 17º aniversario del terrible y espantoso atentado acaecido en Madrid en la estación de Atocha. A todos nos dejaron conmocionados aquellas perversas acciones de Satanás contra nosotros; hoy seguimos afectados y espantados. El príncipe del odio y de la mentira dio un zarpazo sobre España, y la sembró de muerte y de llanto, de destrozo y de ataque al hombre y de quiebra de humanidad; nuestra historia y nuestro destino quedaron marcados con una herida profunda y duradera; todo o casi todo cambió en España a partir de aquel execrable atentado.
Hay un antes y un después en España, y sigue sin esclarecerse qué es lo que en verdad pasó; tal vez así se pueda olvidar aquello. Hoy, 10 de marzo, con fe y confianza en la inconmensurable misericordia de Dios, elevo mis plegarias y ofrezco el santo Sacrificio de la Misa por las víctimas de aquel horrible 11 de marzo: por los que murieron, los que quedaron heridos en su cuerpo o en su espíritu, y sus familias.
También asocio a esta plegaria a todas las víctimas del terrorismo, singularmente de ETA, y asocio también a sus familias, que durante tantos años, demasiados años –ni un solo día debía haber permanecido–, las gentes de España han sido heridas, humilladas y maltratadas por la inhumana y cruel violencia terrorista; y ahí siguen sus ejecutores, mandando de alguna manera.
Desde todos los rincones de nuestra patria se elevó un grito paciente, cada día más intenso y creciente, contra ese cruel azote de la violencia terrorista, que nada ni nadie puede justificar por ser de todo punto injustificable y menos aun dándole a sus agentes, ejecutores o instigadores, cobertura política oficial en nuestros días. Sigue elevado un clamor de apoyo y solidaridad con las víctimas que lo han sufrido tan en carne propia, hasta que, gracias a Dios, haya desaparecido y sea erradicado de verdad y totalmente.
Quienes tenemos fe, en medio de la amargura y de la oscuridad de la memoria del atentado del 11-M traemos a la memoria palabras consoladoras y de fortaleza de Jesucristo, que gustó el sabor amargo de la muerte injusta y sin defensa: «Venid a mí todos los que andáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré, y encontraréis vuestro descanso». Jesucristo, Príncipe de la paz, Camino, Verdad y Vida, constituye nuestro descanso.
Esta sociedad nuestra, tan quebrada, necesita seguirle para que todo cambie y el príncipe de la mentira y de la violencia, el instigador último del mal, no tenga lugar ni parte entre nosotros. Aquel 11 de marzo marcó un hito en nuestra historia. Aquellos hechos siguen pesando sobre España como una losa opresora de la que necesitamos liberarnos y no sólo pasando página, sino erradicando sus raíces. Además del terribilísimo mal que en sí mismos originaron los atentados, los casi 200 muertos del 11-M y los casi 900 de ETA, heridos, familias destrozadas, y tan grave quiebra de humanidad, ponían de manifiesto la extensión del mal en nuestro mundo, el «infierno» presente en nuestra sociedad, y la cantidad de interrogantes que afectan al sentido de la vida, de la historia, de la política... Sobre todo, manifiestan la pérdida del sentido de Dios y de la vida, y sus consecuencias trágicas.
Es verdad que aquellos espantosos hechos del 11- M, aún no esclarecidos con transparencia en su verdad más real y honda, aunque sean extremos y fuesen obra de una minoría física en sus ejecutores y en sus inductores, ponen de relieve a dónde puede conducir la violencia humana, la fuerza del mal que es capaz de desplegar el corazón y la mente humana cuando no se deja a Dios ser Dios, cuando se le manipula o falsifica, cuando pudieron perpetrarse aquellos criminales atentados blasfemamente en nombre de Dios, o cuando se vive como si Dios no tuviese incidencia alguna en la historia, en la vida personal y social, y se supedita a los intereses bastardos.
Aquellos hechos nos hacen ver lo inhumano e injustificable del terrorismo, que con tan gran acierto ha condenado y rechazado, una vez más, el Papa en su viaje histórico y valiente a Irak; el terrorismo es obra de Satán, y en el fondo, denota la gran ausencia de Dios, por supuesto en los terroristas ejecutores, pero también en una sociedad en la que puede nacer y crecer como tierra de cultivo tan espantosa y perversa realidad. La cuestión en juego en nuestros días –y lo afirmo una vez más en esta página– es el reconocimiento de Dios y vivir ante Él en la adoración y en la fe, en el cumplimiento de que nos amemos como Él nos ama y vivamos todos como hermanos y en la aceptación de su designio, que es siempre de misericordia y amor y de paz, gozo y nunca aflicción.
Aun cuando el príncipe de la mentira se muestre tan activo, aun cuando la dureza del corazón humano se muestre con su cara de violencia, no podemos vivir desalentados. La fe que profesamos nos anima en nuestros días: Dios es amor; Dios, por amor, nos ha creado y redimido; su fidelidad es eterna. Por la fe en Jesucristo, tenemos la firme certeza de que Dios es leal y jamás nos falla. Pero necesitamos volver a Dios, necesitamos convertirnos a Él. Si no nos convertimos, pereceremos.
Publicado en La Razón.